En los últimos dos siglos hemos sido sometidos al proyecto de ingeniería social más ambicioso y rupturista de toda nuestra historia: la invención de la economía de mercado como el principio central de organización de la sociedad humana.
Como dice el refrán, la historia la han escrito los vencedores, y en consecuencia, la forma en que ha sido narrada transcurre en función de justificar no únicamente sus intereses, sino también el propósito de forjar una idea de continuidad “natural” que abarque cientos de años de procesos históricos y sociales.
A raíz de esto, la economía de mercado que organizará el naciente capitalismo comercial e industrial de los siglos XVII y XVIII en Europa occidental será presentada como un paso “lógico” de la sociedad hacia un “ideal” de progreso material y bienestar ya inscrito en la conciencia humana previamente.
Este “ideal”, a la vista de los ideólogos del liberalismo político de la época en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, sería tan material como un órgano o la misma piel. Es decir, sería constitutivo de lo humano; viene con nosotros desde que nacemos, dicen.
La operación intelectual otorgó el soporte ideológico a las revoluciones burguesas del siglo XVIII y XIX que construyeron un modelo político idóneo para organizar la creciente revolución industrial de la manufactura, el transporte y la energía. Pero fue más allá. El capitalismo en ascenso encontraba un proyecto político que expresara sus lógicas, abriéndose paso para organizar a la sociedad en función de sus normas y principios.
La tesis liberal omitió que la economía de mercado (y el capitalismo en general) fuese una invención, es decir, una construcción artificial. La dotó de esencia y “naturaleza humana”. Y lo haría estableciendo comparaciones con los sistemas económicos anteriores: en todas las sociedades previas a la capitalista existía el comercio, el dinero y el beneficio de unos pocos sobre el trabajo de la mayoría. Visto así, el mercado capitalista era una etapa de desarrollo más de la humanidad.
Y, ciertamente, el sistema capitalista no inventó la moneda, el comercio, la subyugación del trabajo o la concentración de las tierras en manos de una élite. Estos elementos ya estaban presentes antes de su irrupción definitiva. Sin embargo, los ideólogos del liberalismo evadieron un factor de ruptura que no estaba presente en sistemas anteriores: ninguno de ellos había transformado la tierra, el trabajo o el dinero en mercancías como lo hizo la economía de mercado en el capitalismo.
La forma más fácil de desenmascarar esta mentira de la tesis liberal radica en la imposibilidad de encontrar al denominado Homo Economicus, adicto al lucro y al beneficio material individual como máxima de vida en los imperios babilónico o romano o en la Antigua Grecia. Tampoco se tienen testimonios de que las sociedades antiguas o premodernas hayan colapsado por una caída en las bolsas de valores.
Como reflexionaba en su momento el filósofo autríaco Karl Polanyi, hasta la llegada de la economía de mercado moderna, la producción y consumo de bienes estaba mediado por instituciones sociales, políticas, religiosas y/o comunitarias. Es decir, la economía no estaba separada de la sociedad, al contrario, estaba dentro de sus instituciones.
Ni el dinero, ni la tierra ni el trabajo eran considerados como mercancías, ni tampoco el mundo social y cultural giraba en torno al principio de generar ganancias y beneficios individuales como resultado final del trabajo productivo.
Pero con la invención del mercado, la economía y la sociedad se comenzaron a tratar como esferas separadas y desconectadas entre sí. Ahora el mercado tendría “sus propias leyes” que organizarían a la sociedad en términos de oferta y demanda, producción, consumo, competencia y ganancia privadas. El mismo se “autorregularía” y sería tan perfecto en su diseño que sabría establecer una redistribución justa para todos sus participantes.
Despojado de instituciones y límites sociales, el mercado transformaría el trabajo, la tierra, la naturaleza y el dinero en mercancías que solo producirían beneficios, siendo cualquier intervención del Estado o de la sociedad un obstáculo para su desarrollo.
En resumen, las leyes del mercado tomaban el mando de la sociedad.
Aunque los ideólogos liberales fueron muy hábiles en presentar esta transformación social desde una perspectiva triunfalista, en realidad se trataba de un hecho catastrófico con implicaciones a gran escala. Por primera vez en toda su historia, la humanidad se organizaba en función de perseguir la ganancia privada y el beneficio material como única regla de vida.
Esta transformación ha supuesto un cúmulo explosivo de desarraigo y tensiones estructurales que han provocado grandes cataclismos políticos. La creencia de que el mercado es intocable y que todo lo resolvería, llevó a la sociedad a intervenir y a ponerle límites en varias épocas: por un lado surgió la revolución rusa y los primeros movimientos de liberación nacional en las periferias del sistema-mundo, y por otro, el fascismo y el New Deal de Roosevelt como respuestas a la crisis económica del capitalismo desregulado.
Estas convulsiones sociales y políticas de amplio espectro habían demostrado que el mandato de convertirlo todo en mercancía dejaría a la sociedad desnuda, desarraigada y sin ningún horizonte.
Ambos hechos, al decir del historiador británico Eric Hobsbawm, nos dejó un siglo XX donde las matanzas, las masacres, la hambruna, las pandemias y la guerra se convirtieron en el paisaje común de toda la humanidad.
El siglo XXI es todavía muy joven y conflictivo como para afirmar que se ha desembarazado de las tensiones que nos ha dejado el siglo anterior.
La idea de un mercado autorregulado y sin intervención no solo era utópica, sino altamente desgarradora en su propio planeamiento filosófico. Tratar el trabajo humano como mercancía implicaba su dependencia a las fluctuaciones de la oferta y la demanda de las que ningún factor humano tenía control efectivo.
En términos concretos, si las leyes del mercado indicaban que determinada fábrica o sistema de producción no era rentable, sea por una crisis económica o por la invención de sistemas de producción más eficientes, el trabajador era echado a la calle y se justificaba su infierno de hambre y penurias. Al fin y al cabo, ese trabajador es una mercancía más dentro de un mercado laboral, por ende, su suerte dependía de un incontrolable mercado que se dirige bajo el único principio de producir ganancias, sin escatimar en los costos sociales y económicos que genera.
Karl Polanyi afirmaba que el mercado era un “molino satánico” y que el miedo al hambre del obrero, como el deseo de lucro del patrón, mantuvieron este mecanismo durante su periodo de cristalización: la Europa occidental del siglo XIX.
Ese mismo “molino satánico” es aplicable a la naturaleza y a la tierra, que convertidas en mercancías pasaban a ser explotadas rebasando sus límites orgánicos hasta llevarnos a nuestra extrema crisis ecológica actual. A nivel humano, ese mismo molino fue derribando todos los lazos sociales y esquemas de solidaridad a medida que los absorbía la lógica del dinero y del consumismo. Todo ha pasado a ser un producto de consumo al que se puede acceder en un mercado.
La pandemia de la Covid-19 ha evidenciado el resultado catastrófico de aplicar la tesis liberal en todo el planeta. Por ejemplo, siendo la salud una mercancía que persigue su realización en el mercado, su objetivo no es salvar vidas sino perseguir mayores esquemas de rentabilidad. Las leyes del mercado indican que lo “lógico” es privatizar aún más la salud para que solo se salven quienes tengan el dinero para pagar.
Mayoritariamente, los países afectados por la pandemia han cerrado filas por una salud pública frente a la locura mercantilizadora, entendiendo que dejarla a la suerte del “molino satánico” nos depararía una mortandad incalculable.
Lo adelantado por la Covid-19 tiene la forma de una crisis particular del sistema capitalista. Por primera vez en la historia de este sistema se paraliza la producción, cunde la recesión y se revientan las finanzas globales sin que una guerra a gran escala intervenga.
Mientras tanto, un tercio de la población mundial ve desde sus casas cómo los mercados (desde el laboral hasta el financiero y el de materias primas) se estresan en una ola de anarquía a la baja y de rendimientos escasos, pero sin tener ninguna participación o capacidad de incidir en un rumbo de locura y desesperación que nos están llevando al abismo.
En estado de pánico, la economía de mercado indica que para salvar su propio proyecto son necesarios los despidos masivos, la reducción de plantillas y la transición de los flujos de inversión a otras áreas que reporten más ganancias, mientras millones de personas buscan el refugio de los gobiernos para no verse desechados como mano de obra redundante e innecesaria luego de que pase la crisis.
Polanyi también decía que la pobreza era tan solo la expresión económica de un asunto mucho más trágico. Y si algo seguramente nos dejará la Covid-19 es un nuevo ciclo de desempleo y recesión: las dos enfermedades congénitas del capitalismo.
Pero el problema va más allá. En tan solo un poco más de dos siglos, la tesis liberal y su proyecto de sociedad han desgarrado y desintegrado a la sociedad, barriendo sus lazos culturales y sociales y demoliendo sus estructuras colectivas, a tal extremo que hoy es imposible imaginarnos la vida sin Internet, televisión, teléfono inteligente y otros productos tecnológicos que no tienen más de 30 años de haberse creado.
Esta desintegración ha concluido en una amnesia total y en una disolución de todo lugar de retorno donde los valores del consumo y la ganancia no sean los valores centrales. Y es que simplemente no sabríamos cómo comportarnos en una sociedad que no esté hecha para eso y que no reproduzca el individualismo.
El estado de hibernación en el que se encuentra buena parte de la humanidad reproduce la imagen distópica adaptada a nuestro tiempo: el contacto social más elemental se ha transformado en peligroso producto de décadas de corrosiva y enloquecida globalización de productos, comercio, finanzas y prácticas de consumo, y algo llamado “mercado” hace sus cuentas, sin preguntarnos, para “resolver la situación” y “volver a una normalidad” que no sabemos bien qué nos deparará.
Una centena de multimillonarios juegan al casino con nuestra desgracia, otra vez, decidiendo en función de sus esquemas de rentabilidad quiénes quedarán en el mercado laboral y quiénes quedarán por fuera, ya que, “por mala suerte”, así lo ha decidido el mercado en medio de la pandemia.
Los principios de este proyecto vuelven a demostrar su impulso desintegrador de la sociedad humana y su enorme capacidad para convencernos de que no podemos hacer nada para cambiarlo.