La "guerra contra las drogas", impulsada por Estados Unidos, ha trascendido su retórica antidrogas para convertirse en una herramienta estratégica de injerencia en América Latina.
Bajo el señalamiento de "combatir el narcotráfico", esta política ha permitido a Washington consolidar su posicionamiento político, económico y militar en la región, reproduciendo el despliegue de la hegemonía norteamericana.
Este año, el gobierno de Donald Trump ha traído consigo una nueva agenda de relanzamiento agresivo que es necesario analizar en perspectivas históricas y desde las particularidades del actual momento geopolítico.
"LUCHA ANTIDROGAS" Y POSICIONAMIENTO ESTRATÉGICO-MILITAR
La relación agresiva de Estados Unidos ante el resto del continente tiene su punto de partida en las intervenciones históricas justificadas en bases doctrinales, como la Doctrina Monroe.
Desde las "Banana Wars", o intervenciones militares en Centroamérica y el Caribe desde finales del siglo XIX, Estados Unidos construyó una relación físico-concreta con la región basada en el uso de la fuerza, la injerencia, la coerción y los estímulos, a fin de desplegar y consolidar sus intereses, desplazándose con "naturalidad" en su "área de influencia".
Pero fue Richard Nixon quien delineó el inicio formal de la "guerra contra las drogas" en el continente americano al declarar el abuso de esas sustancias en su país como "enemigo público número uno" en 1971, lanzando una política que combinó represión doméstica con intervención en América Latina y el Caribe.
Es evidente que, desde hace 50 años, Estados Unidos ha dado forma a una política expansiva-regional antidrogas, tercerizando los factores causales del problema en torno a los narcóticos y determinando las responsabilidades en terceros países, en lugar de abordar el asunto de la población consumidora en suelo norteamericano, situación que ha convertido a ese país en el principal mercado-destino y nudo crítico central de la demanda e importación de estupefacientes. Los estadounidenses nunca desean mencionar la otra cara de la moneda.
Aunque las políticas antidrogas de Estados Unidos tenían antecedentes, como la prohibición de opio y marihuana en el siglo XX, Richard Nixon institucionalizó la estrategia moderna al crear la Administración para el Control de Drogas (DEA) en 1973 y promover tratados internacionales para criminalizar el narcotráfico. En América Latina, esto se tradujo en presión sobre países productores como Colombia y México para alinear sus políticas, sentando las bases de la militarización e injerencia que vendría en años posteriores.
En la era de Ronald Reagan tomó forma la arquitectura política, jurídica y militar que rige la estrategia antidrogas de Estados Unidos frente a Latinoamérica y el Caribe.
Con Reagan se intensificó significativamente la estrategia iniciada por Nixon, transformándola en un pilar de la política exterior estadounidense con un enfoque militarizado, ideológico y de contrainsurgencia.
Reagan amplificó la narrativa del narcotráfico como amenaza a la seguridad nacional, vinculándolo al "narcoterrorismo" para justificar intervenciones en la región, en el contexto de la Guerra Fría y el combate a movimientos izquierdistas.
El mandatario elevó el presupuesto antidrogas destinando recursos masivos a operaciones militares y de inteligencia en América Latina. En 1986, la Directiva de Seguridad Nacional 221 declaró al narcotráfico, por primera vez, como una "amenaza directa" a Estados Unidos, autorizando el uso de fuerzas militares en operaciones.
Esto marcó un cambio hacia la participación activa del Pentágono y la CIA en programas de operaciones conjuntas en países como Colombia, México, Bolivia y Perú, donde se desplegaron asesores militares y agentes de la DEA para entrenar fuerzas locales y realizar operativos.
Reagan promovió la expansión del Comando Sur y fortaleció la presencia militar en la región, aumentando el número de bases y personal en países como Panamá y Honduras bajo el pretexto de combatir el narcotráfico.
Del mismo modo, fue en la presidencia de Reagan donde se impulsó la lucha armada "antidrogas" aunada a una lucha contra las izquierdas en el contexto de la Guerra Fría.
No está de más recordarlo: el presidente estadounidense canalizó fondos de la lucha antidrogas para apoyar a los Contras en Nicaragua, un grupo contrarrevolucionario opuesto al gobierno sandinista. El escándalo Irán-Contra reveló que parte de este financiamiento provenía de actividades ilícitas, incluidas redes de narcotráfico toleradas por la CIA.
Años después, en Colombia, la asistencia en fondos antidrogas desde Estados Unidos se destinó a fortalecer el ejército colombiano contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Pero al mismo tiempo la DEA y el Comando Sur toleraban la colaboración de paramilitares y narcotraficantes como el Cartel de Medellín, quienes participaron conjuntamente con el Ejército colombiano en acciones contra el ejército revolucionario.
La ayuda estadounidense a Colombia (especialmente en pertrechos militares), junto a dinero del narcotráfico, aportes de empresarios colombianos y fondos del Ejército y la Policía Nacional de Colombia, alimentarían posteriormente la formación de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el mayor grupo paramilitar de derecha.
Estados Unidos ha sabido articular sus luchas ideológicas con la injerencia e intervenciones armadas regulares o irregulares bajo otros pretextos, incluyendo la lucha contra el narco.
En 2008, aunado al despliegue de la IV Flota y estrategias como el "Plan Colombia", se amplificó la denominación militar de la supuesta lucha antidrogas en la nación neogranadina.
Esto incrementó el pie de fuerza norteamericano y su presencia militar en Colombia y la región, dando forma a una estructura de intereses compartimentada en la injerencia política, el ámbito económico y el despliegue armado.
En México y Centroamérica, la Iniciativa Mérida (desde 2008) ha canalizado miles de millones en equipo antidrogas y un afianzamiento de la presencia militar, especialmente en Honduras y El Salvador.
En el presente, el despliegue militar de Estados Unidos y su proyección regional ha tomado forma desde sus infraestructuras y centros de operaciones en Puerto Rico, Cuba (Guantánamo), Honduras, El Salvador, Aruba-Curazao, Panamá y Colombia como principales puntos logísticos y empleo de bases propias o bases nacionales de esos países para las distintas actividades del Comando Sur y la IV Flota.
EL NUEVO DESPLIEGUE EN EL CARIBE
A diferencia de otras regiones del mundo, América Latina y el Caribe es en esencia una región políticamente estable y predominantemente segura, especialmente a falta de grandes conflictos armados entre países.
Los conflictos o situaciones de inseguridad prolongada que implican el uso de las armas, en Colombia y Haití, si bien han sido graves para esas naciones, no se han irradiado de manera catastrófica en la región, ni han comprometido profundamente la seguridad estratégica regional.
La presencia de potencias foráneas en el continente, como China y Rusia, ha sido estrictamente pacífica y se cimenta en relaciones políticas y comerciales con las naciones de la región. Aunque algunos gobiernos han construido acuerdos de dotación de armamento desde estos países, ni China ni Rusia tienen bases militares en este lado del mundo, ni han tenido presencia militar prolongada.
Pese a esas condiciones objetivas, y aún a falta de amenazas vitales y existenciales para Estados Unidos, la nación norteamericana ha logrado una hegemonía y control militar evidentes en su llamado "patio trasero". Su despliegue presencial armado ha sido injustificado y desproporcionado en la región.
Nuevamente, Estados Unidos se reposiciona en el Caribe en nombre de la "lucha antidrogas". El perímetro de acciones y el empleo de cuantiosos equipos militares no es realmente nuevo. Pero la fachada Caribe de Venezuela tiene ahora buques destructores con misiles guiados, buques de asalto anfibio, un buque crucero, un buque de combate litoral y un submarino de ataque de propulsión nuclear.
Otras amenazas en el aire incluyen aviones caza F-35, aviones drones de ataque y reconocimiento Reaper y aviones de vigilancia radioelectrónica.
Es evidente que la proporcionalidad y característica de estos elementos militares difieren de una operación antidrogas. Es en realidad una operación polivalente que, como fachada, persigue elementos del narcotráfico internacional, pero su nudo central es un cambio de régimen en Venezuela reafirmando el posicionamiento de Estados Unidos en el espacio continental.
Sin embargo, la proyección regional de Estados Unidos debe considerarse múltiple. Apunta a Venezuela, pero también a Colombia, México, Honduras. Crea una zona de exclusión marítima de facto, limitando las actividades económicas. Trump y J.D. Vance se han mofado de esto al indicar que ya nadie pesca en esa zona, lo cual implica un impacto en las economías locales del Caribe.
La extensión de la proyección física presencial de Estados Unidos en el continente impone una nueva cinética política-jurídica.
Una forma de comprender esto es notar que la operación en el Caribe está ajusticiando supuestos narcotraficantes, sin debido proceso judicial, sin que representen una amenaza directa a efectivos y pertrechos militares. Esta clara violación al derecho internacional debe encuadrarse en la lógica disruptiva de la propia operación militar en el Caribe.
Washington crea una zona de aseguramiento mediante una exagerada fuerza militar, una zona de exclusión de actividades económicas, sin mediar con gobiernos, sin respetar aguas jurisdiccionales, inhabilitando de hecho zonas económicas exclusivas y violentando hitos legales elementales como el derecho a la vida.
Estados Unidos está cambiando su interacción física-concreta con la región. La lleva a un nuevo espacio fáctico, extendiendo las fronteras jurídicas desde Estados Unidos, especialmente mediante la hiperutilización del término "narcoterrorismo" y la actividad narcotraficante como "causa de muerte" de estadounidenses.
Aplican esa lógica en el Caribe, como si se tratara del Lago Michigan, pero sin salvaguardar ciertas normas que sí cuidarían en el Lago Michigan. Pretenden hacer del Caribe un "mar de nadie", una zona sin reglas.
Trump ha emitido designaciones de "organizaciones narcoterroristas" al Tren de Aragua y al llamado e inexistente Cartel de los Soles, pero al mismo tiempo su gobierno discurre frente al Tribunal Supremo de su país el empleo de la "Ley de Enemigos Extranjeros" que cataloga de "criminales" indiscriminadamente a población inmigrante venezolana en Estados Unidos.
El Caribe pasa a ser una extensión, muy prolongada, de la disputa por la extralimitación jurídica que la política de Trump aplica dentro de su país.
Hace poco, el mandatario indicó (en un desvarío comprensible por su edad) que 300 millones de estadounidenses habían muerto por drogas. Lo dijo para justificar el bombardeo de embarcaciones en el Caribe. Suponiendo que en realidad quería referir 300 mil muertes al año por sobredosis en Estados Unidos, ese dato también es erróneo. El Centro Nacional de Estadísticas de Salud de ese país indicó que en 2024 poco más de 80 mil personas murieron por sobredosis de drogas.
Trump también señaló que "cada barco con drogas desde Venezuela mata unas 25 mil personas, principalmente con fentanilo. Los eliminamos. Hemos eliminado cuatro (embarcaciones)".
Es delirante plantear, sin ningún tipo de aval, prueba o informe exahustivo, que Venezuela produce fentanilo. E incluso, que cada embarcación con drogas que ingrese a Estados Unidos mate 25 mil ciudadanos, siendo evidente que a ese país ingresan miles de embarcaciones, aviones y camiones con miles de toneladas de drogas al año.
El presidente miente deliberadamente, estira los relatos para dar forma a su intención de extender las fronteras jurídicas. Todo mediante los mismos fines y estilos con los que se conjuga la presencia física y militar que ya han construido de facto en el Caribe.
CUESTIONES DE FONDO
Desde vocerías de Washington, concretamente desde el Departamento de Estado, se habla del relanzamiento de una política enfocada en afianzar el "área de influencia" tradicional norteamericana. Desescalar el enfrentamiento geopolítico con China y Rusia en ciertas latitudes, y regresar al "espacio natural" americano. Y esto va aderezado con Doctrina Monroe 2.0 y nuevos discursos civilizatorios, como el de J. D. Vance, quien ha dicho que la reafirmación estadounidense apunta a "domar este continente salvaje", vía "dominación regional" como un punto central de la seguridad hemisférica y "defensa de la civilización occidental".
El supuesto repliegue táctico de Estados Unidos de otros frentes geopolíticos y teatros de operaciones se anuncia sin cierre de alguna base en Asia Occidental o Europa. Esa estructura sigue intacta. Tampoco es cierto que Washington haya regresado a la región, pues nunca se han ido.
Pero el planteamiento agresivo palpable en el Caribe sí es denominador de una agenda nueva agenda regida desde la supuesta lucha contra el narcotráfico como vector.
De esta manera se conjugan los ingredientes para un nuevo ciclo de tensiones, agresiones e inestabilidad regional. Son tiempos absolutamente peligrosos.