Un gobierno de coalición surge cuando ningún partido político alcanza la mayoría suficiente para gobernar en solitario, obligando a tejer pactos entre partidos distintos para asegurar estabilidad y gobernabilidad.
Sin embargo, en el caso de Donald Trump, la noción de "coalición" adquiere un matiz particular, debido a que no se trata de un acuerdo formal entre organizaciones partidarias distintas, sino de una coalición interna, construida entre sujetos políticos con intereses, trayectorias y capitales distintos dentro del propio Partido Republicano.
El presidente estadounidense ha debido convivir con rivales, críticos y aliados circunstanciales, integrando a su segunda administración, con la facción MAGA como primer anillo de confianza, figuras que representan cuotas de poder dentro del partido y que, al mismo tiempo, le sirven para equilibrar apoyos y neutralizar oposiciones.
Por ello, resulta necesario remontarse a las primarias republicanas de 2016, donde la confrontación entre Trump y Marco Rubio alcanzó momentos de alta tensión política y personal. Y, también, en las maniobras de funcionarios como Tulsi Gabbard y, por supuesto, Richard Grenell.
Primarias republicanas de 2016
El magnate, con su estilo provocador, calificaba a su adversario con el apodo de "Little Marco", mientras imponía su narrativa outsider frente al establishment republicano.
El Supermartes de ese año selló el destino de la contienda, pues Trump arrasó en siete estados y acumuló 367 delegados, frente a los apenas 109 que logró Rubio, cuyo único triunfo se limitó a Minnesota.
La asimetría en apoyos y cobertura mediática precipitó la retirada del entonces senador, consolidando la candidatura de Trump hacia la nominación presidencial.
Este choque inicial no significó el cierre definitivo de su relación política. Por el contrario, los hechos posteriores asoman que, con el paso de los años, aquel enfrentamiento se transformó en una correlación de intereses.
Acusación de "interferencia rusa"
La llamada "interferencia rusa" en las elecciones presidenciales de 2016 para favorecer a Trump se convirtió en uno de los episodios más tensos de su primer mandato y que aún en la actualidad continúan las secuelas.
En diciembre de 2016, tras conocerse los resultados electorales, el presidente saliente Barack Obama ordenó a su equipo de seguridad nacional preparar una respuesta frente a lo que describió como "actividades cibernéticas rusas" orientadas a "socavar la confianza en las instituciones estadounidenses".
El 9 de diciembre, en una reunión secreta del Consejo de Seguridad Nacional, Obama instruyó al Director de Inteligencia Nacional, James Clapper, a encargar a la Comunidad de Inteligencia (un conglomerado de 18 agencias, entre ellas la CIA, el FBI y la NSA) la elaboración de una evaluación oficial sobre la presunta interferencia extranjera.
Ese informe, concluido en enero de 2017, sostenía que "Moscú había desplegado un esfuerzo coordinado para favorecer a Trump".
Con esa evaluación sobre la mesa, el Congreso estadounidense activó su propio engranaje. En febrero, tres comités legislativos, entre ellos el Comité Selecto de Inteligencia del Senado, anunciaron investigaciones formales que luego se prolongarían por más de tres años y desembocarían en un extenso informe bipartidista de cinco volúmenes, publicados entre julio de 2019 y agosto de 2020, que confirmó la supuesta "injerencia rusa", pero no halló pruebas concluyentes de "colusión criminal" entre la campaña de Trump y el Kremlin.
Ahora bien, el papel del entonces senador republicano Marco Rubio fue decisivo en esta trama.
En mayo de 2020, tras la renuncia del senador Richard Burr en medio de un escándalo bursátil, Rubio fue designado como presidente interino del Comité de Inteligencia del Senado.
Llegó en el tramo final de la investigación, justo cuando se preparaba la publicación del quinto volumen, titulado Amenazas y vulnerabilidades de contrainteligencia. Desde esa posición, el senador se encargó de blindar políticamente al presidente Trump.
Su declaración del 18 de agosto de 2020 fue categórica: "No encontramos absolutamente ninguna evidencia de que Donald Trump o su campaña conspiraran con el gobierno ruso para interferir en las elecciones de 2016".
Este gesto político fue clave porque para Trump, acosado por la narrativa mediática y las investigaciones, esa conclusión representó una contención decisiva.
Para Rubio, significó ubicarse en el rol de garante de la estabilidad republicana, defendiendo la institucionalidad al tiempo que despejaba el camino para la continuidad del liderazgo de Trump.
Aunque no formaba parte del primer anillo MAGA, ese círculo de lealtades absolutas que rodea al presidente, Rubio supo capitalizar la coyuntura y proyectarse como un actor indispensable para un escenario próximo.
El cálculo político era evidente, ya que si la investigación hubiese derivado en pruebas sólidas de colusión, así fueran fabricadas, Trump se habría enfrentado no solo a un juicio político más contundente, sino posiblemente a cargos penales federales, con consecuencias pesadas para su futuro político como lo sería, en última instancia, su destitución.
En ese escenario, Rubio supo leer el momento como articulador de la narrativa exculpatoria y así terminó acumulando un capital de negociación que, más tarde, podía traducirse en influencia y en espacio para sus propias aspiraciones en el segundo mandato de Trump.
Lo que había comenzado como un áspero enfrentamiento en las primarias de 2016 terminó mutando en un pacto implícito de conveniencia.
Rubio nunca fue un aliado natural del trumpismo, pero al gestionar con habilidad la conclusión de la investigación sobre la "interferencia rusa" se aseguró un asiento en la mesa del poder.
Su trayectoria lo llevó primero a la Secretaría de Estado y, tras la "torpe" polémica de Signal, al cargo de Asesor de Seguridad Nacional interino.
Esta expansión de su alcance político institucional, apoyándose en su experiencia y conocimiento de las artimañas del Deep State, evidencia cómo incluso los adversarios de ayer pueden convertirse en piezas útiles en el entramado de Washington y en el tablero de coaliciones internas de Trump.
Tulsi Gabbard y Richard Grenell
El 9 de septiembre de 2025, The New York Times reveló que Tulsi Gabbard, Directora de Inteligencia Nacional (DNI), tomó la decisión de ordenar a la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) retractarse de un informe sobre Venezuela. El documento, aún clasificado, describía el trabajo realizado por Richard Grenell, exfuncionario de inteligencia de la primera administración Trump y actual enviado especial a Caracas.
De acuerdo con la información del periódico, el informe de la NSA identificaba de forma explícita a Grenell como enviado presidencial, exponiendo información sensible sobre sus conversaciones con el presidente Nicolás Maduro.
Gabbard, amparada en su mandato de proteger la privacidad de funcionarios estadounidenses en los reportes de inteligencia, decidió retirar el documento para evitar un "desenmascaramiento" indebido, práctica que ya había generado tensiones en el primer gobierno de Trump.
El reporte fue posteriormente republicado con ediciones, aunque varios funcionarios cuestionaron si existió realmente una versión corregida.
Este episodio expuso la tensión interna en la arquitectura de inteligencia, que ahora involucra a Rubio como el Asesor interino.
Por diseño institucional, los informes de la Comunidad de Inteligencia deben alimentar al Consejo de Seguridad Nacional y, en ocasiones, responder a solicitudes específicas de su asesor.
La decisión de Gabbard de frenar la circulación de un documento tan sensible en plena fase de negociación con Venezuela reflejó tanto una defensa de criterios legales como un movimiento político para blindar a la administración de filtraciones que podían alterar la estrategia presidencial.
Gabbard ha construido su imagen política sobre un eje que la distingue dentro del espectro estadounidense: un rechazo constante a las guerras de cambio de régimen y a la política exterior intervencionista de Washington.
Veterana de Irak, su experiencia directa en el terreno marcó su desconfianza hacia las "guerras eternas" y le permitió sostener, incluso a contracorriente de su propio partido, que el terrorismo no podía enfrentarse con ocupaciones militares ni con operaciones de ingeniería destituyentes.
Es oportuno mencionar que la postura de Gabbard frente a la crisis ucraniana fue precisa: aseguró que el conflicto pudo haberse evitado si Washington y Bruselas hubiesen atendido las preocupaciones de Moscú sobre la expansión de la OTAN, una visión que chocó frontalmente con la del secretario de Estado Marco Rubio, quien defendió que las exigencias del presidente Vladímir Putin iban mucho más allá de ese punto, incluyendo la retirada de la Alianza de países incorporados tras 1997.
Estos hechos dejan en evidencia las divisiones entre estos actores.
Por un lado, Grenell, miembro del primer anillo de confianza de Trump, ha apostado por un canal negociador directo con Caracas, incluyendo repatriaciones y concesiones en el sector de hidrocarburos. En la misma línea, Tulsi Gabbard, desde la jefatura de la Inteligencia Nacional, contuvo la difusión de información delicada para evitar escenarios que pudieran complicar la estabilidad regional en el futuro inmediato.
Rubio, en cambio, ha impulsado una línea dura que bloquea acuerdos en materia petrolera y empuja un enfoque militarizado bajo la bandera del narcotráfico, un argumento desgastado que encubre la agenda de cambio de régimen.
Las diferencias se hicieron más visibles tras los canjes recientes: mientras Grenell trabajaba en un marco de negociación favorable a Chevron, Rubio armó su propia carta de poder al orquestar el secuestro y posterior retorno de venezolanos desde El Salvador. A través del exmilitar y actual embajador en Colombia, John McNamara, convirtió esa operación en el canal para forzar su interlocución y resituarse como actor en la política de coerción hacia Venezuela, insertándose de facto en un formato tripartito de conversaciones entre el gobierno venezolano, Grenell y él mismo.
En este contexto, la declaración de Grenell en la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC), celebrada en Paraguay el 16 de septiembre, fue reveladora para perfilar aún más las posturas divergentes que orbitan en torno a Trump:
"Siempre me escucharán como alguien que aboga por el diálogo. He visitado a Nicolás Maduro. Me he sentado frente a él. He expresado la postura de 'Estados Unidos Primero'. Entiendo lo que quiere. Creo que aún podemos llegar a un acuerdo. Creo en la diplomacia. Creo en evitar la guerra", respondió Grenell al comentario de la moderadora del evento.
Mientras estos actores del primer anillo MAGA maniobran para preservar su influencia directa sobre el presidente, figuras como Rubio, quien se adentró en el equipo de Trump después de ejercer un "favor" político clave desde su rol en el Comité de Inteligencia del Senado, enfrentan obstáculos estratégicos.
Con un conocimiento profundo del laberinto del Estado, Rubio busca expandir su influencia en los dos cargos que hoy ocupa, pero se encuentra con Gabbard y Grenell como una especie de muros de contención frente a la agenda agresiva que pretende imponer el exsenador de Florida.
En definitiva, el gabinete de Trump no se caracteriza por una cohesión monolítica, sino por un entramado de piezas con intereses, trayectorias y ambiciones distintas. Esta fragmentación se refleja con claridad en el ámbito de la inteligencia y la política exterior, donde no existe una postura única ni homogénea. Él gobierna con un gabinete de coalición.