El martes 28 de octubre de 2025, mientras el mundo aun procesaba las promesas de paz articuladas por el gobierno de Trump tras los acuerdos entre Israel y Hamás, bombas israelíes volvieron a llover sobre Gaza.
El primer ministro Benjamín Netanyahu ordenó a su ejército "llevar a cabo inmediatamente ataques poderosos", en lo que The Intercept describe como "el desafío más serio al actual acuerdo de alto al fuego hasta la fecha".
En pocas horas al menos 104 personas murieron, incluidos 46 niños, según cifras del Ministerio de Salud de Gaza.
Esta agresión no fue una reacción defensiva ante una provocación real sino un acto calculado dentro de una estrategia deliberada de sabotaje al proceso de paz.
Funcionarios israelíes afirmaron que "combatientes de Hamás habían disparado contra soldados israelíes en el sur de Gaza", acusación que Hamás negó rotundamente. No se presentaron pruebas verificables.
Mientras tanto, el vicepresidente estadounidense JD Vance minimizaba los bombardeos como "pequeños enfrentamientos aquí y allá" y aseguraba que "el alto al fuego se mantiene".
Esta contradicción —entre la violencia material y la narrativa diplomática— no es accidental. Es parte de una lógica de guerra prolongada disfrazada de gestión de crisis.
La instrumentalización del terrorismo
Israel ha convertido la figura del "terrorista" en una categoría jurídica vacía, útil únicamente para legitimar la violencia estatal indiscriminada.
Cada vez que Hamás cumple con sus obligaciones —como devolver a todos los rehenes vivos dentro del plazo de 72 horas y entregar los restos de 15 de los 28 israelíes fallecidos—, Israel inventa nuevas condiciones o acusaciones para justificar su incumplimiento.
Como señala Ramy Abdu, presidente del Euro-Mediterranean Human Rights Monitor:
"Ellos quieren que los palestinos hagan cualquier cosa para reaccionar, solo para completar su misión".
Esta estrategia confirma una vez más que el objetivo no es la seguridad ni la recuperación de rehenes sino la consolidación de un régimen de dominación territorial mediante la destrucción sistemática de la infraestructura civil, económica y simbólica de Gaza.
Los bombardeos han alcanzado hospitales —incluido el patio del complejo médico Al Shifa—, escuelas que albergaban familias desplazadas y barrios residenciales enteros.
Todo ello ocurre mientras Israel sigue controlando militarmente más de 50% del territorio gazatí y bloquea el cruce de Rafah, lo que impide la entrada de ayuda humanitaria esencial.
Excepcionalidad imperial Y COMPLICIDAD estructural
Detrás de cada ofensiva israelí hay una sombra más larga: la de Estados Unidos.
Cuatro días antes del bombardeo el secretario de Estado Marco Rubio visitaba una nueva base militar estadounidense en Israel, donde afirmó con rotundidad sobre el cese al fuego: "No hay plan B. Este es el mejor plan, es el único plan". Sin embargo, cuando Israel violó ese mismo plan, Washington no solo no impuso sanciones sino que lo normalizó.
La pregunta que plantea Yousef Munayyer, del Arab Center Washington DC, es crucial:
"¿Serán realmente árbitros que marquen bolas y strikes con equidad? ¿O estaban allí solo para decoración y permitirán que los israelíes salgan impunes, como siempre han hecho?".
La respuesta está en los hechos. La administración Trump —con su giro MAGA, su militarización de la política exterior y su desprecio por las instituciones multilaterales— ha convertido a EE.UU. en garante no de la paz, sino de la impunidad.
Esta complicidad no es coyuntural; es estructural. Forma parte de una visión geopolítica que considera a Asia Occidental como un laboratorio de guerra permanente donde los derechos humanos son obstáculos tácticos, no principios éticos.
Genocidio y crisis de legitimidad global
Lo que Israel lleva a cabo en Gaza —con el apoyo logístico, diplomático y político de EE.UU.— no puede describirse con eufemismos. Se trata de un proceso genocida: destrucción masiva de vidas civiles, desplazamiento forzado, hambre inducida, demolición de infraestructura básica y negación sistemática del derecho al retorno.
La Corte Internacional de Justicia ya ha señalado indicios plausibles de genocidio en enero de 2024. Desde entonces, la situación ha empeorado.
Esta política no solo condena al pueblo palestino a una existencia precaria y fragmentada; también socava la credibilidad moral y política de Israel y EE.UU. ante el resto del mundo.
Países tradicionalmente aliados —Reino Unido, Francia, Canadá, Australia— han comenzado a amenazar con sanciones o con el reconocimiento unilateral del Estado palestino, también como respuesta a la presión de movimientos políticos y sociales que ya no toleran la doble moral occidental.
En el Sur Global la imagen de ambos países como defensores del "orden liberal" ha colapsado. Lo que antes se presentaba como defensa de la democracia ahora se percibe como imperialismo armado con retórica humanitaria. Así, el sistema internacional —otrora llamado "basado en normas"— no se derrumba por sí solo. Se erosiona cuando las potencias que lo diseñaron deciden ignorarlo selectivamente.
Israel y EE.UU. no están "fuera del sistema"; están demostrando que el sistema nunca fue neutral, sino jerárquico: hecho para proteger a unos pocos y disciplinar al resto.
Si bien el orden liberal postguerras mundiales en el siglo XX evidencia aquello, también es cierto que, con la crisis de este sistema actual, cualquier tipo de resistencia o anuncio de otra arquitectura global se muestra sumamente disruptivo.
Por ello, frente a esta realidad, la resistencia ya no puede considerarse solo palestina. Es también diplomática, jurídica y global: cada manifestación en las principales ciudades del mundo, cada resolución en las instituciones multilaterales más pertinentes —por irrelevantes que sean, como la ONU—, cada llamado de organizaciones como el Comité Internacional de la Cruz Roja a respetar el derecho humanitario, constituye un acto de reafirmación de un orden alternativo: uno en el que la vida palestina importa tanto como cualquier otra.
Sin embargo, en Gaza los cuerpos siguen acumulándose bajo los escombros. Y en Washington y Tel Aviv los discursos de paz suenan cada vez más como epitafios escritos por los verdugos.