Vie. 22 Noviembre 2024 Actualizado ayer a las 8:41 pm

Colombia: cuando el Estado no sirve a ricos ni pobres

Aquel 16 de marzo de 1781, cuando Manuela Beltrán rompió en la plaza pública de El Socorro con el edicto sobre la subida de los impuestos, nunca se imaginó que contribuiría, por un lado, a romper amarras con la nauseabunda monarquía española y, por el otro, echaría las bases fundacionales de una casta oligárquica, que en su mala semilla anidó todo el odio, el miedo y el hambre llegada de Europa, pero también heredó la espantosa maña de ser serviles a todo poder extranjero que les mostrara los dientes, exigiéndole por migajas los beneficios del territorio y el esfuerzo de sus habitantes.

Esto se ha manifestando en cada uno de sus actos, lo sibilino, las traiciones, el servilismo al poder extranjero, personificada en Francisco de Paula Santander, su más afamado representante. Son sus rasgos distintivos que, a más de dos siglos después, mantiene en sojuzgamiento a la población colombiana, en nombre de los intereses de las corporaciones transnacionales que hoy han destrozado al territorio colombiano, para repartírselo cual festín de zamuros en medio de un basurero.

Pero esta indigna y miserable casta de pordioseros, con ínfulas de dueños, cebados por los más débiles, tiene su nacimiento en las guerras entre los distintos imperios, europeos concretamente, entre la oscurantista España y la naciente Inglaterra capitalista.

El pujante capitalismo ofrece a los esclavistas terratenientes, hinchados en sus crímenes y robos en estas tierras, un mejor trato en su comercio, es decir una mejor paga por sus mercancías, sin tener que pasar por los ahogantes impuestos de la corona española, pero además sin reclamos de sus tropelías porque ya el capitalismo había impuesto la libertad del "dejar hacer, dejar pasar".

Esta aberración de la revolución burguesa que estaba ocurriendo en Europa nunca se percató, ni fue su interés, que sería usada siglos más tarde no sólo para oprimir y asesinar al pueblo trabajador colombiano, sino que además sería usado como cabeza de playa para que las transnacionales pudieran a su antojo intentar invadir y someter a sus vecinos.

La llamada oligarquía colombiana, que tiene como chivo expiatorio no solo al Estado sino a todo aquello que se le oponga, ha usado no sólo al territorio para el engorde de las grandes corporaciones transnacionales, sino que además ha entregado sin pundonor al ejército imperial norteamericano, contingentes de jóvenes colombianos para que fueran a morir a Corea, Vietnam y otras guerras de rapiña iniciadas por el imperialismo.

Este engendro nacido de terratenientes asesinos y ladrones, educado por la más criminal de las culturas guerreras del mundo, como lo son las élites europeas, tiene un prontuario de sevicia y traición contra su propio pueblo. Ya en 1928 se prestó a defender los intereses de la United Fruit Company que explotaba en condición de esclavitud a los trabajadores colombianos, porque estos reclamaron mejores condiciones para entregar sus fuerzas a esta transnacional. La respuesta fue contundente y cruel: más de 3 mil trabajadores fueron asesinados. Es necesario resaltar que esta misma corporación desató masacres y guerras en otras partes del mundo, sobre todo en Centroamérica.

Esa sangre de pueblo les agradó a los vampiros y 20 años después asesinaron con premeditación y alevosía al abogado que defendió a los obreros bananeros frente a miles de sus seguidores en la vía pública; se llamaba Jorge Eliecer Gaitán. Con este hecho, le dieron continuidad a la tragedia desencadenada por las élites europeas desde hace más de 500 años contra este laborioso pueblo.

En adelante no se ha detenido el crimen y el saqueo, no han bastado los ruegos, el llanto, el llamado de auxilio, el silencio temeroso, el cuidado en el lenguaje del pueblo sometido, los actos de valentía, los alzamientos, las luchas armadas, los intentos de organización para la protección o toma del poder, nada ha detenido a estas sibilinas serpientes, que todo lo que van mordiendo, lo envenenan y pudren, no respetan ninguna negociación o rendimiento, ninguna tregua o pacto, a todo responden en cada tiempo con más saña y violencia, con más robo y crimen. Si algún pueblo en el mundo tiene el derecho de abandonar y dejar en el desamparo a sus sátrapas es el pueblo colombiano, por haberlos sometido al mayor tormento que pueblo alguno haya sufrido.

Esta excrecencia de la burguesía mundial se siente guapa y apoyada por todas las transnacionales y sus instituciones de funcionarios sin ningún recato, o vergüenza, títeres, hipócritas, serviles; llámense ONU, OEA y sus derivados, oenegés, Unesco, iglesias, que apañan y aplauden sus felonías. También cuentan estos infames con empresas o corporaciones mediáticas de su propiedad o de las corporaciones extranjeras para ocultar con falsa información sus crímenes, sus robos, sus saqueos. Todo este alcahueteo de élites en distintas esferas se debe a que todos rapiñan en el mismo territorio lo que contiene, más la explotación inmisericorde de sus habitantes, porque estas instituciones y corporaciones son un entramado sistémico estructural que se pertenecen y se protegen.

Sus prácticas han contaminado de indignidad a muchos intelectuales, políticos, artistas, profesionales que rapiñan las migajas que, de cuando en vez, les deja caer la satrapía por servicios prestados, porque eso sí, todo lo cobran, nada regalan, y si algunos pocos no aceptan el soborno, intentan imponérselo, y de no recibirlo entonces los obligan al exilio, los asesinan, los meten presos. Este crimen continuado no se ha detenido en más de 500 años, esta podredumbre a lo largo de los siglos ha cumplido su papel de sicario sin conmiseración alguna, porque en su trajinar solo ha perfeccionado sus métodos de robo, jalabolismo y crimen.

Esta felonía, en los últimos 60 años, ha ido perfeccionando su impudor, porque no solamente ha entregado todo el territorio a la Monsanto/Bayer, a las petroleras, a las mineras, sino que además es la punta de lanza de la producción de drogas en el mundo, el último grito de la moda impuesto por las corporaciones.

Hoy el territorio colombiano es usado para producir el 80% de la cocaína del mundo, este territorio es controlado por los grandes terratenientes que a su vez son socios de las empresas financieras, productoras, transportistas y comercializadoras de la droga, que en un entramado criminal, como toda corporación transnacional o local, acumulan riquezas a costa de desplazados, inmigrantes, desarraigados, incluidos los desaparecidos, masacrados, porque sus asesinatos les deja el camino libre a estos enfermos de poder.

El pueblo colombiano una vez más se alza por encima de sus verdugos y sus alcahuetes mundiales

De todo este cuento de terror real, en donde se cumple brutalmente la máxima de que ninguna ficción por muy ficción que sea podrá superar la realidad, nos queda a esta especie una lección incuestionable, y es que por encima de cualquier tragedia, la vida, como ya se ha dicho, no se suicida.

El pueblo colombiano una vez más se alza por encima de sus verdugos y sus alcahuetes mundiales y se muestra con todo su vigor, con toda su alegría, a gritarle al mundo, a su especie, a sus congéneres, que hoy más que nunca estamos vivos y en disposición de abandonar el yugo, de ser otros, de no cargar con la maldición santandereana y de mostrar la sangre verdadera, real, de dónde descendemos: de los padres libertadores, con Bolívar al frente, intentando redimirnos desde la independencia, diseñando un futuro, un destino como pueblo, en conjunción con los otros pueblos que hoy luchamos por abandonar el capitalismo y sus hechuras.

Hoy en Colombia, el pueblo explotado, después de tanto grito, llanto y reclamo, ha llegado a la conclusión de que ese Estado al que le ruega no más tragedia no le sirve, sólo es instrumento represivo y vulgar en manos de asesinos y criminales desvergonzados al servicio de las peores causas, pero tampoco le sirve a las transnacionales, porque estas hoy requieren que el Estado, como ha sido conocido en los últimos 200 años, ya no esté, es una traba para los nuevos planes del capitalismo que necesita al territorio como un potrero y a la gente como ganado que pueda usar y servirse a su antojo.

Desde El Cayapo queremos dedicar este texto publicado en el libro ¿Qué carajo es una revolución? al valiente, audaz y pensante pueblo colombiano.

En medio de una gran parranda con sus íntimos, cayó con todos los esfínteres abiertos, tratando de librarse de una sobredosis de riqueza. Un día de finales del siglo diecinueve, en medio de sus estertores, dos grandes y carniceras guerras recomendadas por los expertos lo colocaron en coma en pleno siglo veinte, pero de nada valieron, y el cadáver continuó engullendo vida desesperadamente en interminables pequeñas guerras, aplicándose un torniquete llamado ingeniería de la obsolescencia programada, que en nada remediaron su ahogo, sino que por el contrario se atragantaba evitando la oxigenación, hasta que un día en plena inauguración del siglo veintiuno sus viudas y deudos se despertaron con la desagradable noticia de que había muerto, y desde entonces han tratado de ocultar su deceso, maquillando y perfumando al vetusto cadáver, colocándole grandes trancas a las puertas de la mansión, para evitar a los millones de pobres que con sus picos y palas buscan enterrar el rancio despojo con un inocultable dejo de alegría.

Los sepultureros

Aquí estamos todos los pobres del planeta, enteros en los oficios, con el asombro vivo descubriendo lo oculto. Hemos llegado de todos los rincones del planeta a enterrar esta entelequia con todas sus armas y despojos, con todas sus virtudes y sus vicios, con todos sus fracasos y sus éxitos, con sus demonios, divinidades y santidades, con su debe haber saldo, con sus quiebras infinitas, con sus ineficiencias y eficiencias, con sus deudas y cobranzas leoninas, con sus triunfos y derrotas, con sus compañías y soledades, con su amor y su desamor, con sus derechos y torceduras, con sus igualdades, fraternidades y libertades, con sus cárceles, manicomios y hospitales, con su clasicismo, renacimiento, iluminación y romanticismo, con sus formas, reformas y contrarreformas, sus revoluciones y contrarrevoluciones, con su guerra y su paz, con sus héroes y actores, con sus tragedias y comedias, con sus crímenes, saqueos, invasiones masacres, sometimientos, destrucciones de selvas, sabanas, montañas, contaminaciones de mares, lagos, humedales, desviaciones de ríos, con sus mitos, cuentos, leyendas, con sus verdades y mentiras, con sus partidos, gremios, escuelas y academias, con sus sabidurías e ignorancias, con sus misterios y sus luces, con sus ejércitos y sus iglesias, con sus pérdidas y sus ganancias, con sus fábricas y sus artesanías, con sus artes y espectáculos, con sus brutalidades e inteligencias, con sus contrabandos y vigilancias, con sus odios y sus afectos, con sus rabias y alegrías, con sus llantos y sus risas, con sus dolores y alivios, con sus comercios y sus trueques, con sus pompas, boatos y parafernalias, con sus laboratorios y brujerías, con sus enfermedades y curas, con sus poderes absolutos, plenipotenciarios y circunstanciales, con sus Estados y sus ministros, con sus legalidades e ilegalidades, con sus sumos dignatarios, con sus generales carniceros y poetas, con sus putas y sus chulos tristes y alegres, con sus vendedores de drogas y sus drogadictos, con sus ricos y sus pobres, con sus mafias y sus agraviados, con sus caleteros y pescadores, con sus inmigrantes y desplazados, con sus masacrados y masacradores, con sus asesinos y sus víctimas, con sus muros, murallas y alcabalas, con sus impuestos y sus rentas, con sus democracias y dictaduras, con sus utopías y anarquías, con su egoísmo y su individualismo, con su riqueza y su pobreza y con todo aquello que la memoria no da para instruir en este sumario, pero que el pellejo colectivo si lo ha sufrido o disfrutado.

No toca a nosotros ser policías, fiscales o jueces para juzgar lo juzgado de propia mano, ni hacer justicia; no toca a nosotros venganzas ni revanchas, sólo venimos a cumplir con el oficio de enterrar, así como hemos cumplido con todos los otros e infinitos oficios que hemos creado en nuestra portentosa y maravillosa juntura y que la voracidad de quien en vida fuera conocido como el humanismo nos lo había arrebatado secularmente por los siglos de los siglos, hemos venido a anunciar que con este entierro también nos vamos nosotros hijos conceptuales y naturales del capitalismo. Esta es la gran tarea.

Que nadie se conduela de nosotros, que nadie llore por nosotros, que nadie aplauda la tarea, es nuestro deber cumplirla.

El poder de nombrar

Que ahora la gente sueñe, pero que no nos sueñe a nosotros para satisfacer lo perdido. Lo ocurrido, ocurrido fue. Que no se sueñen como dueños, que se sueñen como gente, y si algún día se ha de contar esta historia, se haga como un nunca más el miedo, el hambre y la ignorancia, tragedia de los abuelos.

Viva con fuerza en esta hora luminosa, el pueblo colombiano.

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