Una de las últimas decisiones de la administración Trump fue la congelación temporal de las citas para visas de estudiantes extranjeros, medida anunciada el 27 de mayo de 2025 por el Departamento de Estado y ejecutada inmediatamente por orden del secretario Marco Rubio.
Esta pausa busca revisar las redes sociales de los solicitantes, sin precisar qué tipo de actividad se considerará "sospechosa". La medida parece estar directamente relacionada con el clima político que han generado las protestas internacionales contra el genocidio israelí en Gaza. Movimientos estudiantiles de universidades como Harvard, Columbia y UCLA han sido reprimidos con violencia, mientras el gobierno de Trump busca silenciarles bajo el pretexto de la "seguridad nacional". Han sido señalados por Trump como "antisemitas" y progresistas, acusaciones que forman parte de una campaña más amplia de hostigamiento institucional contra espacios académicos que no se alinean con la narrativa conservadora estadounidense.
Vance: "Los profesores son el enemigo"
Trump ha ido incluso más lejos al amenazar con retirar contratos federales a esta universidad, específicamente por su supuesta discriminación positiva hacia grupos minoritarios y su tolerancia hacia manifestaciones de solidaridad con Palestina. Antes de asumir el cargo, su vicepresidente, JD Vance, advirtió que "los profesores son el enemigo" y amenazó con "atacar de forma honesta y agresiva a las universidades" de Estados Unidos.
Esta persecución no es nueva: en 2023 fueron rescindidas ofertas de trabajo a tres estudiantes de derecho en puestos de liderazgo en grupos de Harvard y Columbia que expresaban su apoyo al pueblo palestino y responsabilizaban a Israel por el ataque de Hamás el 7 de octubre de ese año.
La ofensiva no solo afecta a los estudiantes de América Latina, África y Asia Occidental, sino que, en general, también ataca el derecho a la educación superior, convirtiendo a las universidades en campos de batalla ideológica donde se impone una agenda de control y represión.
El contexto refleja una lógica de apartheid simbólico: quienes no comparten ciertos valores ideológicos o culturales son excluidos de manera "preventiva", bajo la excusa de la seguridad nacional. Las redes sociales se convierten en herramientas de vigilancia masiva, permitiendo que cualquier comentario crítico, imagen compartida o interacción digital sea usada como pretexto para negar una visa.
En ese sentido, lo que se está implementando no es una política migratoria, sino una forma de censura globalizada, una cancelación por la vía de los hechos.
"Crimigración": Apartheid jurídico y social
Lo descrito se suma a la ola de medidas migratorias que apuntan a construir un sistema de exclusión racializado y selectivo que afecta principalmente a comunidades provenientes del Sur Global y devela cierta nostalgia por el orden que se ha intentado imponer desde Washington.
La administración Trump ha llevado a niveles extremos la llamada "crimigración", es decir, la fusión entre políticas penales y migratorias. Este enfoque, profundizado durante su segundo mandato, convierte a todo migrante —incluso aquel con estatus legal— en un potencial sospechoso. Miles de estudiantes internacionales han visto cancelados sus permisos migratorios basándose en registros policiales menores, sin verificación real de su culpabilidad ni garantía de debido proceso.
Esta política, conocida como "Student Criminal Alien Initiative", ha derivado en deportaciones masivas y exclusiones de universidades sin oportunidad de defensa. El uso de algoritmos y búsquedas automatizadas en bases de datos criminales ha generado errores flagrantes, incluyendo casos de personas que nunca fueron formalmente acusadas de delito alguno. Jueces federales como Ana Reyes han criticado duramente esta práctica, exigiendo al gobierno respuestas sobre si ciertos estudiantes están legalmente en el país o no.
Pero esta criminalización no se limita a los estudiantes. El gobierno de Trump logró revertir, a través de la Corte Suprema, el programa de parole humanitario que protegía a más de 500 mil migrantes de Venezuela, Cuba, Nicaragua y Haití. Miles de ellos ahora enfrentan el riesgo de deportación luego de que les fuera garantizado el ingreso a Estados Unidos por razones más propagandísticas que humanitarias.
Además, Trump firmó una proclamación, este 4 de junio, con la que suspende la concesión de visados a los ciudadanos de otros países que busquen estudiar en la Universidad de Harvard. La decisión fue tomada "para salvaguardar la seguridad nacional" de EE.UU.
"La proclamación suspende el ingreso a EE.UU. de cualquier nuevo estudiante de Harvard como no inmigrante bajo visas F (estudiantes académicos), M (estudiantes vocacionales) o J (visitantes de intercambio)", dice el texto. Asimismo, el documento ordena al secretario de Estado, Marco Rubio, revocar visas ya existentes.
"Harvard no ha proporcionado suficiente información al Departamento de Seguridad Nacional (DHS) sobre las actividades ilegales o peligrosas conocidas de los estudiantes extranjeros, y solo ha reportado datos deficientes sobre tres estudiantes".
Otro caso emblemático es el de Dylan López Contreras, un joven migrante venezolano que fue arrestado en Texas tras participar en una protesta pacífica contra las políticas migratorias de Trump. Su caso generó cierta atención mediática y política, incluyendo el apoyo del alcalde de Nueva York, Eric Adams, quien emitió declaraciones públicas respaldando su liberación y criticando la criminalización de los activistas migrantes.
En este escenario, se configura un apartheid jurídico y social –como diría Amarela Varela, investigadora y docente especialista en migraciones de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)– donde los derechos migratorios se distribuyen según criterios de raza, clase y nacionalidad. Mientras se facilita la entrada de ciudadanos blancos sudafricanos, millones de latinoamericanos, haitianos y africanos son etiquetados como "amenazas", sin pruebas concretas. El sistema migratorio estadounidense se transforma así en una máquina de exclusión selectiva, donde la pertenencia étnica determina el acceso a la protección legal, y convierte el asunto incluso en un tema de seguridad nacional.
Trump ha intentado convertir una disputa interna de Sudáfrica sobre el derecho a la tierra en un asunto internacional y se pone del lado del supremacismo racial que prevaleció en aquel país y controló tanto la mano de obra como la materia prima. Así como en el caso del apartheid sudafricano, en el régimen actual han podido contar con el apoyo de diferentes aparatos políticos e ideológicos.
Ni democracia ni libertad: la máquina del miedo
El enfoque de Trump hacia la migración no solo viola principios básicos de derechos humanos, sino que también contradice los discursos tradicionales de Estados Unidos como defensor de la democracia y la libertad. Distintas organizaciones han denunciado que estas acciones rompen con múltiples tratados internacionales, especialmente en cuanto al principio de no devolución, que prohíbe deportar a alguien a un lugar donde podría ser perseguido o torturado.
Más allá de los marcos legales, existe un claro doble rasero ideológico. Mientras Washington financia movimientos opositores en países como Venezuela, utilizando el discurso de la "libertad" y la "democracia", al mismo tiempo criminaliza a los migrantes venezolanos que buscan escapar de condiciones creadas o exacerbadas por las mismas políticas externas estadounidenses. Queda claro que Trump utiliza el racismo migratorio como herramienta de control interno, mientras exporta su agenda injerencista.
Esto se complementa con la creación de una infraestructura carcelaria dedicada exclusivamente a migrantes que Estados Unidos está tejiendo en colaboración con aliados regionales. Países como El Salvador, bajo Nayib Bukele, recibieron migrantes deportados y los encierran en centros de detención de alto riesgo, como el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) donde se violan sistemáticamente los derechos humanos.
A nivel interno, Trump ha firmado órdenes ejecutivas que buscan eliminar la ciudadanía por nacimiento, mecanismo constitucional vigente desde 1868. Si bien no sería retroactivo, este cambio representaría un giro radical en la concepción misma de quién puede ser considerado ciudadano en Estados Unidos, y quién debe permanecer fuera del contrato social.
La máquina del miedo aceitada por Trump funciona bajo una lógica: Lo importante es que haya menos personas cruzando las fronteras y que regresen a sus países de origen pese al empobrecimiento por ajustes neoliberales, a la precariedad que producen sus sanciones o a la violencia que provoca en otros países el mercado de estupefacientes que moviliza la sociedad estadounidense. En definitiva, se consolidan dos clases de personas en Estados Unidos: los ciudadanos, que por ahora pueden hablar, y los extranjeros, que deben callar para permanecer.
La geopolítica de la extorsión y del doble rasero vs. América Latina
Desde América Latina, las reacciones ante las nuevas políticas migratorias han sido desiguales. Mientras algunos gobiernos progresistas han expresado preocupación pública, muchos otros han guardado silencio o incluso actuado como cómplices activos en la implementación de estas medidas. Esto es particularmente evidente en el caso de El Salvador, donde Bukele ha aceptado recibir a migrantes deportados, sin garantizar la seguridad para ellos.
El presidente Nicolás Maduro ha denunciado públicamente la decisión de revocar el Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) a más de 300 mil connacionales, y ha acelerado el Plan Vuelta a la Patria para garantizar la seguridad a quienes regresan a Venezuela.
Por otro lado, sectores de la oposición extremista, liderados por María Corina Machado, han guardado un silencio atronador frente a las deportaciones, una muestra de su desconexión con la realidad de los migrantes venezolanos y de su servilismo ideológico y político ante Washington.
Organizaciones civiles y grupos de derechos humanos han intentado llenar este vacío, denunciando la ilegalidad de estas políticas en foros internacionales. Sin embargo, el impacto real sigue siendo limitado, dada la falta de unidad política, en el caso de América Latina y el Caribe, y la instrumentalización de la migración por parte de actores extremistas. Incluso dentro de la Celac, la respuesta colectiva ha sido poco contundente, no llega a condenar con fuerza las acciones de Trump ni a coordinar estrategias de protección regional.
Las políticas migratorias de Trump no deben entenderse únicamente como un fenómeno doméstico, tomando en cuenta incluso que la "seguridad nacional estadounidense" está vinculado directamente con lo internacional. Forman parte de una estrategia geopolítica que busca consolidar un orden internacional jerárquico, donde los países del Sur Global sean relegados a proveedores de mano de obra barata, recursos naturales y víctimas convenientes de políticas represivas.
Gobiernos como el de Javier Milei en Argentina, Daniel Noboa de Ecuador o Nayib Bukele en El Salvador han respondido con sumisión a estos designios, priorizando relaciones diplomáticas con Washington antes que defender los derechos de los latinocaribeños en el exterior. En lugar de denunciar las deportaciones masivas o exigir garantías para los migrantes, estos líderes han optado por la subordinación, legitimando un sistema que lesiona a sus propias poblaciones y a países vecinos.
Este colaboracionismo no es casual. Es parte de un pacto tácito en el que Estados Unidos ofrece apoyo económico y militar a cambio de una supuesta cooperación en materia migratoria y de seguridad. Pero esa cooperación tiene un costo humano incalculable: familias separadas, vidas truncadas y una perpetuación de la dependencia estructural de América Latina hacia el Norte.
Lo que ocurre en Estados Unidos bajo el segundo mandato de Donald Trump no es solo una crisis migratoria. Es un experimento autoritario que fusiona tecnología, racismo y xenofobia para crear un aparato de control social sin precedentes. Las visas estudiantiles, los programas de protección temporal, e incluso el derecho a nacer en un territorio son redefinidos bajo criterios ideológicos y étnicos. Lo que se está construyendo no es solo una frontera física, sino una barrera moral y existencial.
Pareciera que la realidad exige más que declaraciones simbólicas y una política migratoria común, defensores internacionales del migrante y una ruptura con las dinámicas de sumisión. Mientras tanto, el mundo asiste impotente al resurgimiento de un apartheid posmoderno, disfrazado de patriotismo y seguridad nacional.