Estados Unidos ya no necesita muros más altos, sino aliados más obedientes. Según The Intercept, la administración Trump ha negociado con países como Libia y Ruanda para encarcelar a miles de migrantes fuera de su territorio, lejos del escrutinio legal y mediático.
El penal salvadoreño Cecot, promocionado por Bukele como símbolo de orden, funciona hoy como el primer campo de concentración moderno al servicio de la política migratoria estadounidense. No es una excepción, sino el modelo: una estructura de castigo exportable que convierte el control migratorio en una herramienta de guerra y dominación global, al precio de arrojar a seres humanos hacia regímenes marcados por la violencia institucional y la negación sistemática de derechos.
El mapa de encierro
En el reportaje del medio estadounidense se revela cómo la Casa Blanca traza las coordenadas de una red global de centros de retención destinada a inmigrantes expulsados.
Más allá de reactivar la bahía de Guantánamo, el gobierno estadounidense ya opera el Centro de Confinamiento de Terroristas (Cecot) en Tecoluca, El Salvador, y negocia con al menos 19 países: Angola, Benín, Costa Rica, El Salvador, Esuatini, Guinea Ecuatorial, Guatemala, Guyana, Honduras, Kosovo, Libia, México, Moldavia, Mongolia, Panamá, Ruanda, Arabia Saudita, Ucrania y Uzbekistán. Los posibles acuerdos permitirán trasladar allí a personas con órdenes de deportación, sin importar su origen.
El senador Chris Murphy advierte que se pretende gastar "miles de millones" para enviar solicitantes de asilo a regímenes represivos o zonas de guerra.
"Quieren gastar probablemente miles de millones de dólares de los contribuyentes para enviar a solicitantes de asilo a zonas de guerra o a países plagados de abusos contra los derechos humanos", declaró Murphy a The Intercept.
Aunque el Departamento de Estado oculta la lista completa de destinos, filtraciones anticipan un alza de vuelos de deportación hacia lugares tan remotos como Irak, Yemen, Haití y Angola, y el ICE afirma expulsar "constantemente" a quienes ingresen sin autorización.
"Enviamos aviones a Irak. Enviamos aviones a Yemen. Enviamos aviones a Haití. Enviamos aviones a Angola", dice el subjefe de gabinete de la Casa Blanca, Stephen Miller. "Es decir, el ICE envía aviones a todo el mundo constantemente. A cualquiera que haya entrado ilegalmente, lo estamos encontrando y expulsando".
El reportaje enlaza esta ofensiva con la política antiterrorista inaugurada tras el 11-S, cuando EE.UU. construyó una red global de prisiones secretas, entre la que destaca la bahía de Guantánamo como "un agujero negro legal" donde detenía a "combatientes enemigos" sin derecho alguno. Guantánamo devino en símbolo de detención indefinida y tortura, prácticas extendidas luego a Irak, Afganistán y al menos a ocho países más.
Con Obama se consolidó el paradigma antiterrorista y ahora, bajo Trump, se extiende hacia la población migrante: quienes huyen de la persecución son etiquetados como "miembros de pandillas", y se busca retenerlos en terceros países sin vínculo alguno con su origen.
La bahía de Guantánamo reaparece como punto de tránsito, y el Cecot de El Salvador funciona ya como ensayo de esta estrategia.
Modelo libio inspira a Washington
Durante los últimos años Europa ha delegado parte de su política migratoria en Libia, un Estado colapsado y en guerra perpetua tras la intervención de la OTAN y el golpe y magnicidio contra Muammar al Gadafi. A cambio de contener las rutas hacia el Mediterráneo, la Unión Europea ha financiado y entrenado a las autoridades libias para interceptar embarcaciones y administrar centros de detención fuera de todo marco legal. Informes documentados en 2021 describen estas prisiones como auténticos "infiernos", donde proliferan las detenciones arbitrarias, la tortura sistemática, la violencia sexual, el trabajo forzado y múltiples formas de explotación, incluso contra menores de edad.
Italia y Francia, entre otros miembros de la UE, han brindado apoyo logístico y financiero a Libia para frenar el flujo migratorio hacia el Mediterráneo, reforzando una red de prisiones denunciada por la ONU.
Para Washington, este modelo es visto como un laboratorio de externalización coercitiva: según Brian Finucane, exasesor del Departamento de Estado, Libia "sirve de ejemplo" y, a juzgar por el uso del Cecot en El Salvador, "las brutales condiciones carcelarias podrían ser el punto clave" que EE.UU. busca replicar.
Además de Libia, la Casa Blanca ha puesto la mira en otros escenarios de conflicto para deshacerse de los migrantes. Según el Washington Post, este año Trump llegó a solicitarle a Ucrania que acepte a "nacionales de terceros países" con órdenes de expulsión definitivas.
La administración estadounidense también explora acuerdos en África con gobiernos caracterizados por la inestabilidad o la represión, como Benín, Guinea Ecuatorial y Ruanda. En este último caso el propio ministro de Exteriores, Olivier JP Nduhungirehe, reconoció que hubo conversaciones preliminares con Washington para recibir migrantes deportados desde terceros países. En abril EE.UU. realizó un pago único de 100 mil dólares al gobierno ruandés a cambio de aceptar a un ciudadano iraquí, con la condición adicional de que acogiera al menos a otros diez expulsados como parte de un "programa duradero" de reubicación.
Deportar ya no es devolver, sino castigar
Washington ha desviado cientos de expulsiones hacia Costa Rica y Panamá, incluyendo a migrantes de Afganistán, Camerún, China, India, Irán, Nepal, Pakistán, Sri Lanka, Türkiye, Uzbekistán y Vietnam. En el caso de Uzbekistán más de cien deportados, no solo ciudadanos uzbekos sino también kazajos y kirguises, fueron recibidos recientemente, según un comunicado del Departamento de Seguridad Nacional. Asimismo, la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, reconoció la llegada de unos 6 mil extranjeros expulsados desde EE.UU., en este caso por "razones humanitarias".
Con la vista puesta en Asia, Sean O'Neill, alto funcionario de Asuntos de Asia Oriental y el Pacífico, admitió que Washington busca ampliar su red: "Tenemos conversaciones con países de la región dispuestos a acoger a nacionales de terceros países con órdenes de expulsión definitivas", señaló, mientras un portavoz del Departamento de Estado dijo a The Intercept que estos acuerdos forman parte de la cooperación para "poner fin a la crisis de la migración ilegal y masiva".
Michelle Brané, quien durante una década se desempeñó como Defensora del Pueblo para la Detención de Inmigrantes en el Departamento de Seguridad Nacional de EE.UU., sostiene que el propósito real de estas expulsiones trasciende la simple devolución de solicitantes de asilo: "Parece que, en realidad, los están expulsando a un país con la intención de causar daño".
350 mil venezolanos quedan al borde del abismo
En un segmento del artículo The Intercept hace referencia específica a cómo en marzo la Casa Blanca usó la vetusta Ley de Enemigos Extranjeros para saltar la Constitución y subir a un avión a más de 250 venezolanos y salvadoreños rumbo al Cecot. Allí, bajo el estado de excepción de Nayib Bukele, los hombres fueron engullidos por un sistema penitenciario denunciado por mantener a los reclusos en celdas de hasta 100 personas sin colchones ni sábanas, con las luces encendidas las 24 horas, raciones alimenticias de apenas 450 gramos diarios, prohibición total de visitas o llamadas y un régimen de confinamiento casi permanente que organizaciones y la ONU describen como tortura y trato cruel.
Para legitimar la operación Washington los etiquetó, sin pruebas, como integrantes de bandas delictivas.
La presión se vuelve a ampliar dentro del territorio estadounidense. El 19 de mayo la Corte Suprema levantó la medida cautelar que protegía la designación de TPS de 2023 y avaló la petición de la Administración Trump para anularla. Con el fallo en mano, la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, recupera plena discrecionalidad para iniciar detenciones y vuelos de repatriación sin más bloqueos judiciales, lo cual deja a unos 350 mil venezolanos sin permiso de trabajo ni blindaje contra la deportación.
Estas maniobras no son patrimonio exclusivo del gobierno actual. Forman parte del continuo expediente de atropellos que ha caracterizado la política estadounidense, en este caso particular hacia América Latina.
Hoy es el ciudadano de origen venezolano quien ocupa el rol de amenaza fabricada: un supuesto —y en su mayoría falso— miembro de carteles al que se le niega audiencia y se le expulsa sin miramientos. Así, se va consolidando un archipiélago de cárceles destinado a encerrar migrantes mientras se construye, en paralelo, la imagen de que sus países de origen —cuando no siguen los designios de Washington— son focos de peligrosidad que justifican estas y otras medidas de coerción.