La operación de máxima presión lanzada por la administración Trump contra Venezuela —con epicentro en el Caribe durante el último trimestre de 2025—es un fracaso estratégico y una derrota integral: diplomática, militar, legal y simbólica.
Lo que comenzó como una ofensiva multisectorial para fracturar al Estado venezolano y forzar un cambio de régimen a favor de su subordinación económica ha derivado en una crisis de legitimidad para Washington, en una consolidación de cierto grado de resistencia regional y global y en la exposición de prácticas criminales que amenazan con desestabilizar desde adentro el propio aparato de poder estadounidense.
La ofensiva y sus componentes: coerción militar, narrativa falsa, letalidad extrajudicial
La estrategia se desplegó en tres frentes entrelazados, articulados bajo la premisa de la excepcionalidad nacional y la invocación permanente de una supuesta "emergencia existencial".
En lo militar, hasta decenas de miles de efectivos fueron concentrados en la cuenca caribeña —la mayor presencia desde la Guerra Fría— antes y luego bajo la Operación Lanza del Sur, presentada como "misión humanitaria" por el secretario de Defensa Pete Hegseth.
Pero el contraste entre la fachada retórica y la práctica operativa es abismal: sin procesos de verificación, sin advertencias graduales ni capturas, las Fuerzas Armadas estadounidenses han ejecutado más de veinte ataques aéreos contra embarcaciones presuntamente ligadas al narcotráfico, dejando un saldo de casi cien civiles muertos —entre ellos pescadores y tripulantes venezolanos, colombianos, trinitenses— en apenas tres meses.
La ausencia total de tribunales militares, revisiones de proporcionalidad o mecanismos de rendición de cuentas convierte cada operación en un acto de ejecución extrajudicial.
Este patrón no es accidental: está arraigado en una arquitectura institucional que, como demuestra la investigación de Parker Yesko, ha normalizado la impunidad sistemática desde Irak y Afganistán.
Para un botón: el ataque del 2 de septiembre —donde dos sobrevivientes, ya fuera de combate y aferrados a los restos de su embarcación, fueron eliminados en el agua— no es un desvío operativo, sino la materialización de una política deliberada. Exasesores legales militares (JAG) han denunciado que órdenes como "no dejar sobrevivientes" fueron emitidas o validadas por Hegseth, lo que configura, bajo el propio Título 18, §2441 del Código estadounidense, una conducta tipificable como crimen de guerra.
La negativa del Pentágono a entregar el video completo de ese ataque —pese a que ya ha difundido más de veinte clips editados— refuerza la hipótesis de que no se trata de una falla táctica, sino de una estrategia de ocultamiento deliberado, donde la violencia ilegal es el instrumento central de disciplinamiento geopolítico.
Costos geopolíticos: aislamiento hemisférico y contrapeso multipolar
Lejos de aislar a Venezuela, la escalada ha producido una convergencia inédita en América Latina. Brasil, Colombia y México —tres actores con agendas políticas divergentes y relaciones históricamente tensas con Caracas— han rechazado con claridad el despliegue militar.
Lula lo calificó como una amenaza para la paz regional; Petro suspendió la cooperación de inteligencia y denunció los ataques como asesinatos; México exigió el cese inmediato de toda presión armada.
Esta triangulación regional no responde a afinidades ideológicas, sino a una percepción compartida de riesgo estratégico: la operación estadounidense amenaza la soberanía venezolana y socava el principio de no intervención que sostiene la arquitectura de seguridad sudamericana desde la Declaración de Santiago (1986) y el Tratado de Tlatelolco.
El impacto trasciende lo hemisférico. Rusia y China han reafirmado su apoyo a Venezuela como parte de una disputa estructural por la configuración del orden mundial.
El embajador ruso Nebenzya, en el Consejo de Seguridad, denunció una "presión sin precedentes" y advirtió que cualquier ataque sería un "error irreparable", mientras que Beijing insistió en que los asuntos internos de Venezuela deben resolverse sin sanciones ni intervención.
Esta convergencia no es coyuntural: refleja la consolidación de un eje multipolar que ofrece rutas financieras, energéticas y diplomáticas alternativas a la dependencia unilateral con Washington.
En ese contexto, la ofensiva caribeña no solo fracasa en aislar a Venezuela, sino que acelera su integración en cadenas de valor y alianzas que erosionan la hegemonía estadounidense en el Sur Global, una paradoja estratégica que subraya la ceguera de la planificación imperial.
Costos políticos: fractura institucional y erosión del consenso
La operación ha generado una crisis de gobernabilidad dentro de Estados Unidos, alimentando un conflicto institucional que trasciende la polarización partidista. El Congreso bipartidista ha cuestionado la legalidad y transparencia de las operaciones: una cláusula en la Ley de Autorización de Defensa Nacional retiene parte del presupuesto del Pentágono hasta que se entregue el video completo del ataque del 2 de septiembre; una medida aprobada con 77 votos a favor y solo 20 en contra, lo que evidencia un rechazo transversal.
Incluso senadores como Lindsey Graham, defensor histórico del intervencionismo armado, reconocieron implícitamente la naturaleza abiertamente militar de la operación al compararla con la invasión a Panamá en 1989, mientras que Rand Paul denunció la violación del debido proceso y Chris Van Hollen calificó el segundo ataque como un "crimen de guerra muy posible".
Estas críticas no obedecen a un "giro humanista" repentino, sino a una lógica de disputa interna: en un contexto de profunda fragmentación del Partido Republicano —entre MAGA, neoconservadores y moderados— y con una aprobación presidencial en mínimos históricos (36%), la operación en el Caribe se ha convertido en un campo de batalla simbólico.
Como señaló el senador Chris Murphy, la sesión informativa ofrecida por Hegseth y Rubio duró apenas 50 minutos, con escaso espacio para preguntas y sin claridad sobre el objetivo final —¿derrocar a Maduro?, ¿controlar el petróleo?, ¿ambos?—, lo que expone un vacío estratégico que mina incluso la coherencia interna del Ejecutivo.
La militarización de la política exterior, lejos de cohesionar apoyos, ha generado un efecto boomerang institucional: cada escalada incrementa el riesgo de litigios, investigaciones formales y obstáculos legislativos que amenazan con paralizar la agenda energética, presupuestaria y sancionadora de la Casa Blanca.
Fracaso en los objetivos centrales: no hay rendición, ni fractura, ni subordinación
Los propósitos declarados y subyacentes de la operación no solo no se han cumplido, sino que se han invertido en su resultado. La "presión psicológica" contra la FANB y el liderazgo político venezolano no ha generado fracturas; por el contrario, ha reforzado la cohesión institucional y la legitimidad interna del gobierno.
Maduro sigue en el poder con respaldo popular significativo —evidenciado en las últimas elecciones regionales y municipales— y con capacidad de proyección diplomática creciente.
La apertura retórica de Trump al "diálogo" en noviembre, aunque haya desaparecido en diciembre (ya veremos en enero próximo), no fue signo de voluntad de entendimiento, sino de reconocimiento tácito de estancamiento: cuando la coerción no produce rendición, el lenguaje del diálogo se instrumentaliza como último recurso táctico para reposicionarse sin desescalar.
En lo económico, la "máxima presión" tampoco ha logrado su objetivo central: el control sobre los recursos estratégicos. Aunque Washington ha incautado petroleros con millones de barriles de crudo, eso no altera la estructura de propiedad ni la soberanía energética venezolana.
Las empresas estadounidenses —ExxonMobil y ConocoPhillips— no han regresado, y cualquier negociación futura deberá pasar necesariamente por el gobierno actual.
La admisión de Trump —"Nos quitaron todo nuestro petróleo… Lo queremos de vuelta"— no es bravuconada, sino desesperación: es la confesión de que la estrategia de asfixia no ha generado concesiones, y que la única vía posible es el reconocimiento directo del interlocutor que se pretendía eliminar.
En ese sentido, la operación ha logrado exactamente lo opuesto a su intención: no ha debilitado a Venezuela, sino que ha obligado a EE.UU. a enfrentarla como potencia soberana en pie de igualdad.
Una derrota simbólica de primer orden.
El síntoma de un declive
Este desastre es estructural y no coyuntural. Refleja el colapso de una estrategia basada en la unilateralidad, el chantaje y la piratería legalizada; una estrategia que ya no encuentra eco ni siquiera en los aliados tradicionales de Washington.
La investigación de Yesko sobre crímenes de guerra en Irak y Afganistán demuestra que la impunidad sistemática es un patrón arraigado, pero lo novedoso es que hoy ese patrón se rompe en tiempo real, con denuncias públicas, filtraciones y exigencias de rendición de cuentas desde dentro del sistema.
La diferencia no está en la violencia —que sigue siendo brutal—, sino en la capacidad del mundo para nombrarla, documentarla y resistirla.
La verbalización cruda de Trump el 16 de diciembre —"devuelvan nuestro petróleo, nuestras tierras, nuestros activos"— no es una provocación menor: es la transparencia brutal de una doctrina imperial que ya no necesita fingir.
Pero esa franqueza no es síntoma de fuerza, sino de agotamiento narrativo: cuando el relato de la "lucha contra el narcoterrorismo" se desvanece ante la evidencia de centenas civiles asesinados, solo queda la confesión desnuda de la recolonización.
El problema es que el mundo ya no permite ese guion. Lo que ha logrado EE.UU. no es el sometimiento de Venezuela, sino la construcción de una nueva correlación de fuerzas: una región más soberana (por los momentos), un Sur Global más cohesionado y un imperio que, al exponer sus crímenes de guerra como táctica, se ha despojado de su última máscara: la del excepcionalismo moral.
El desastre estadounidense en el Caribe es la evidencia de que la era de la hegemonía unipolar ha entrado en su fase terminal.