A medida que avanzan los días se va esclareciendo la historia del asesinato policial del afroamericano George Floyd en Mineápolis, estado de Minnesota, a manos de agentes locales que lo asfixiaron hasta matarlo en medio de un arresto.
George Floyd, de 46 años, era nativo de Texas y se mudó a Mineápolis en 2014 buscando rehacer su vida y conseguir un empleo, tras ser condenado a cinco años de prisión por un robo a mano armada en 2009. En su juventud fue deportista y amigo cercano del famoso basquetero Stephen Jackson y también trabajó con la estrella musical de Texas DJ Screw.
Tras varios trabajos temporales fue contratado como guardia de seguridad en el restaurante Conga Latin Bistro en Mineápolis.
Debido a las medidas de confinamiento a raíz de la pandemia de Covid-19, el restaurante despidió a Floyd, quien a partir de ese momento pasaría a engrosar las astronómicas estadísticas de desempleo.
El 25 de mayo, en horas de la tarde noche, Floyd fue a la tienda Cup Foods, ubicada al sur de Mineápolis, para comprar un paquete de cigarrillos. Una persona de la tienda llamó al 911 asegurando que Floyd había hecho la compra con billetes falsos y le pidió al despachador que le quitara los cigarrillos.
Los agentes policiales Derek Chauvin, Tou Thao, Thomas Lane y JA Kueng llegaron al sitio al momento, abordaron a Floyd e intentaron llevarlo a la puerta trasera de la patrulla. Floyd indicó que era claustrofóbico y se resistió a subirse al auto, alegando que no podía respirar.
Los agentes sometieron a Floyd lanzándolo al suelo.
Ahí fue cuando el agente Derek Chauvin puso su rodilla en el cuello de Floyd, durante 8 minutos. El video fue registrado por un espectador, y claramente se escucha a Floyd decir varias veces que no podía respirar y a las personas alrededor pidiéndole a Chauvin que dejara de presionar su cuello.
Floyd murió por asfixia según la autopsia, el video registrado se hizo viral y a pocas horas iniciaron las protestas masivas exigiendo justicia contra un nuevo caso de brutalidad policial en EEUU.
En sus 19 años de carrera como policía de Mineápolis, Derek Chauvin acumuló 20 quejas por maltrato policial, recibiendo dos amonestaciones y siendo objeto de investigaciones por el uso de su arma en un caso de persecución y uno adicional por un conflicto doméstico que resolvió a tiros.
Su compañero, Tou Thao, fue demandado en un tribunal federal en 2017 por uso excesivo de la fuerza y no fue condenado. Tras recibir seis denuncias de maltrato en esos años, Tou Thao siguió trabajando como policía sin que se abriera un expediente disciplinario.
Ambos se vieron beneficiados por la cultura de la impunidad que rodea la actividad policial en Estados Unidos.
A raíz del asesinato de Floyd, los dos agentes han sido suspendidos y siguen recibiendo su salario mientras avanzan las investigaciones sobre cargos penales.
El asesinato de George Floyd es producto de condiciones sociales y económicas concretas. Aunque suele decirse que Minnesota es un estado “progresista” por tener un gobernador demócrata y pocas expresiones de supremacismo blanco, lo cierto es que la segregación racial y la exclusión económica de los afroamericanos es una realidad.
“Vivimos en un país más segregado en la actualidad que en la época de Martin Luther King”, señaló Myron Orfield, profesor de Derechos y Libertades Civiles de la Universidad de Minnesota, para un reportaje de la BBC.
Orfield destaca que la política de vivienda y de educación ha beneficiado a los ciudadanos blancos, favoreciendo la exclusión de los afroamericanos y aislándolos de la vida social conectada a otros grupos de población.
Mientras el desempleo y la precariedad han aumentado a causa de la pandemia de Covid-19, este conflicto subterráneo ha adquirido visibilidad.
Floyd estaba desempleado y su futuro era incierto, como el de millones de afroamericanos, producto de varias décadas de neoliberalismo, segregación racial, estancamiento de los salarios y una legislación favorable a los despidos rápidos y sin garantías sociales que tanto han beneficiado al sector empresarial estadounidense desde la Administración Reagan.
Pero la presión sobre el cuello de Floyd emite un mensaje y una metáfora. Es sobre todo un acto político.
Mataron a Floyd por ser pobre y los responsables se han visto protegidos por una cultura que normaliza la brutalidad policial contra la población afroamericana.
En un sentido amplio, la violencia física y simbólica aplicada sobre él guarda atributos y rasgos similares a la estrategia que busca asfixiar a la sociedad venezolana.
Al mismo tiempo, mientras en Minnesota estrangulaban las vías respiratorias de una nueva víctima de racismo, en Venezuela la Casa Blanca aumentaba sus presiones para forzar la interrupción de un acuerdo de intercambio de petróleo por alimentos entre Venezuela y empresas mexicanas, que representaba un alivio frente a la aguda situación económica del país.
En ambos casos, el paradigma que orienta cada acción consiste en cortar el oxígeno, sea de los pulmones al cerebro, en el caso de George Floyd, o desde las refinerías de Irán a las estaciones de gasolina de Venezuela, en el caso de Venezuela, tras las amenazas recientes de Washington que buscan impedir por cualquier medio la llegada de próximos cargamentos de combustible hacia el país caribeño.
Se trata de interrumpir el flujo vital que mantiene con vida a un cuerpo que ha sido estigmatizado y dibujado como una amenaza o un enemigo existencial previamente, y esto es independiente de su naturaleza material: puede ser el cuerpo de un negro de clase baja en Minnesota o el cuerpo económico y social de un país caribeño, de población mestiza, no alineado a la política exterior de Washington.
La estigmatización de los afroamericanos a lo largo de la historia estadounidense ha justificado su opresión sistemática, a nombre de los valores occidentales que representan secularmente los blancos.
Y ese discurso de satanización del otro, por ser negro o pobre, tiene su carga simbólica en el curso reciente de la política exterior gringa, apalancada por figuras que se autoperciben herederos de esa tradición.
Desde su perspectiva, los chinos, iraníes, rusos y venezolanos representan una “amenaza” por su gentilicio y origen, pero también por no bajar la cabeza cuando se le ordena, al igual que ocurrió con Floyd minutos antes de que lo mataran por resistirse a entrar en la patrulla.
La humillación y el sadismo es otro atributo común. Y es pertinente recordar en estos momentos el severo apagón inducido en marzo del año pasado.
En medio de la incertidumbre y las complicaciones sociales y económicas que generó la interrupción forzada del sistema eléctrico, el halcón Elliott Abrams indicó que aprovecharían esa situación para aumentar la presión contra el país.
Es decir, anunciaban que apretarían nuestra nuca aprovechando que estábamos en una situación de desventaja, visiblemente frágiles y en el piso, como Floyd.
Mike Pompeo también se subió al tren y afirmó: “Venezuela, sin comida, sin luz y próximamente sin Maduro”, sentenció como si hablara un torturador profesional y no quien dice ser el representante diplomático de un país.
Este discurso profundamente sádico ha impregnado el lenguaje político que acompaña las medidas coercitivas de Washington contra Venezuela, pues cada nueva sanción es promocionada como un nuevo paso en la “presión” para “asfixiar” al “régimen de Maduro”. El discurso necrófilo es una constante.
El cuello del país es su objetivo geopolítico, intentando cortar con medidas de guerra económica el flujo vital que representan los CLAP, la gasolina, los insumos médicos y otros bienes básicos para que el país pueda enfrentar en condiciones la pandemia más devastadora en un siglo y una crisis severa de servicios públicos.
Y si hacemos una retrospectiva más amplia, nos encontraremos a Orlando Figuera, un joven negro que fue asesinado por “parecer chavista” en las inmediaciones de Plaza Altamira durante el ciclo de violencia armada de 2017. Lo prendieron en fuego en un momento de éxtasis.
Era lógico que Estados Unidos, artífice de esta agenda de golpe, no condenara ese acto: a lo interno, todos los días hay un Orlando Figuera con nombre estadounidense que empaña de sangre la prensa y los medios de comunicación.
Por otro lado, el caos estaba patrocinado y dirigido por el partido Voluntad Popular de Juan Guaidó, el juguete preferido de Mike Pompeo.
Los actos de violencia extrema en Venezuela, de corte fascista, eran también una herramienta de promoción del régimen que buscaba instalar Estados Unidos luego de derrocar a Maduro, uno donde la persecución policial por rasgos étnicos y preferencias políticas es la máxima. Idéntico a EEUU.
Otro aspecto que une ambos fenómenos es la impunidad.
Así como los policías que provocaron la muerte de Floyd no han sufrido un castigo severo por sus acciones, quienes diariamente orquestan las maniobras de asfixia contra Venezuela gozan de la protección que brinda ostentar los principales cargos del gobierno estadounidense.
Tienen inmunidad e incluso son premiados cuando la asfixia se traduce en el deterioro de servicios públicos, precios elevados de los alimentos y otras complicaciones cotidianas generadas por el bloqueo económico. Celebran cuando la asfixia mata, al igual que ocurrió con la última víctima del racismo en Estados Unidos.
La lógica que produjo el asesinato de Floyd es transversal y ha configurado la política exterior estadounidense y la estrategia en curso contra Venezuela.
Dejar de respirar no es una opción.