Vie. 10 Octubre 2025 Actualizado ayer a las 9:05 pm

guardia nacional capitolio

Miembros de la Guardia Nacional patrullan cerca del Capitolio de los Estados Unidos el 1 de octubre de 2025 en Washington, D.C. (Foto: Al Drago / Getty Images)
Caos y ley bajo el reino de Trump

El camino militarizado hacia la Ley de Insurrección en EE.UU.

El 8 de octubre de 2025, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, volvió a dejar abierta la opción de invocar la centenaria Ley de Insurrección (Insurrection Act) para eludir obstáculos judiciales y estatales a los despliegues de tropas de la Guardia Nacional en ciudades estadounidenses dominadas por gobiernos demócratas.

A pesar de las fuertes objeciones de autoridades locales y estatales, el presidente y sus asesores han elevado o reiterado la "necesidad" de invocar la ley. En múltiples ocasiones han empleado el término "insurrección" para caracterizar manifestaciones en ciudades como Portland, donde protestas contra las políticas migratorias han enfrentado a operativos del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas).

Esta estrategia de discurso busca legitimar un recurso extremo orientado a la militarización interior como respuesta a lo que se describe como caos institucional.

Ya existe jurisprudencia contradictoria: un juez federal ha bloqueado temporalmente el envío de tropas de la Guardia Nacional a Portland, mientras otro tribunal en Illinois permitió que se avanzara con un despliegue federal en Chicago.

Según declaraciones presidenciales en el Despacho Oval, ha justificado la invocación de la ley con que no es algo novedoso: "Bueno, ya se ha invocado antes", comentó Trump, defendiendo que las tropas son necesarias para proteger la propiedad y al personal federal, así como para reforzar una campaña más amplia contra la delincuencia urbana.

"Si el gobernador no puede hacer el trabajo, lo haremos nosotros", añadió, en referencia explícita a ciudades como Chicago, con alta tasa de criminalidad según lo que ha dicho.

Insistencia por la ley

El 20 de enero de 2025, apenas horas después de su juramentación, Trump firmó una orden ejecutiva que declaró una emergencia nacional en la frontera sur de Estados Unidos.

En ese documento, instruyó a los secretarios de Defensa y de Seguridad Nacional a presentar, en un plazo de 90 días, un informe sobre si se requerían medidas adicionales para alcanzar el "control operativo completo" de la frontera con México, incluyendo la posibilidad de invocar la Ley de Insurrección de 1807.

Esta disposición, de carácter excepcional, fue interpretada desde entonces como el primer paso hacia la legitimación jurídica de la militarización interna bajo la retórica del orden y la seguridad de un país que se autoproclama en emergencia.

La Ley de Insurrección constituye una de las pocas excepciones al principio constitucional que prohíbe la participación de las Fuerzas Armadas en la aplicación de la ley civil, un principio establecido por el Posse Comitatus Act de 1878.

En circunstancias ordinarias, el Ejército y la Fuerza Aérea no pueden actuar como fuerzas policiales dentro del territorio nacional. Sin embargo, la Ley de 1807 otorga al presidente la facultad de desplegar tropas regulares y la Guardia Nacional federalizada cuando determine que "obstrucciones, combinaciones o reuniones ilegales, o rebelión contra la autoridad de los Estados Unidos" hacen "impracticable" la aplicación de la ley federal por medios judiciales ordinarios.

En otras palabras, el presidente puede sustituir temporalmente la justicia civil por la coerción militar si argumenta que el sistema institucional no puede contener una amenaza interna.

Aunque esta prerrogativa se ha ejercido alrededor de 30 veces en la historia de Estados Unidos, su uso ha respondido siempre a situaciones extraordinarias y contextos claramente definidos: la Guerra Civil en el siglo XIX, las huelgas y levantamientos laborales de las décadas de 1870 y 1890, la protección de los derechos civiles de los afroamericanos durante la Reconstrucción y los años 1960, o la represión de los disturbios raciales de Los Ángeles en 1992, la última ocasión en que fue invocada.

En ninguno de estos casos se utilizó para fines migratorios o de seguridad fronteriza, lo que convierte la propuesta de Trump en un precedente sin base histórica ni jurídica.

De hecho, en ese entonces, tanto el Jefe del Pentágono, Pete Hegseth, como la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, desaconsejaron invocar la Ley de Insurrección al concluir que la situación fronteriza no ameritaba una intervención militar.

Su evaluación se sustentó en datos oficiales que reflejaban una reducción sostenida de los cruces ilegales, atribuida más a las severas restricciones de asilo y a la presión ejercida sobre gobiernos latinoamericanos para contener los flujos migratorios, que a un incremento real de amenazas.

No obstante, Trump ha insistido, o realmente Stephen Miller, en presentar la migración como una "invasión" que amenaza la integridad del país. Esa narrativa, profundamente ideológica, transforma un fenómeno social y humanitario en un conflicto de seguridad nacional.

De esta forma, la migración es tratada como una amenaza militar.

En la práctica, se trata de una reinterpretación política de la Ley de Insurrección, que sustituye el concepto legal de "rebelión" o "levantamiento" por el de "migración masiva", distorsionando el propósito original del instrumento.

En el fondo, lo que se observa no es la aplicación prudente de una ley excepcional, sino su reinvención estratégica para fines políticos; es decir, se trata de consolidar el poder federal sobre los estados demócratas, reforzar la imagen presidencial de autoridad y proyectar hacia la opinión pública un discurso de firmeza frente a un enemigo interno fabricado.

Incluso, en la acción presidencial, la Casa Blanca redefine la noción de amenaza y amplía el alcance de la defensa nacional, extendiéndola desde la protección ante enemigos externos hasta la contención de fenómenos internos como la migración o el tráfico de drogas. En esa ecuación entra Venezuela como un "enemigo" fabricado.

En resumen, la "invasión migratoria" y el "flujo de opiáceos" son dos amenazas que Trump asocia deliberadamente en el documento, y que utiliza para justificar la expansión del poder militar.

La nueva instalación militar

Esta agenda política bajo la ley que pretende invocar, que en apariencia busca "proteger" el territorio estadounidense, representa en realidad un proceso silencioso de redefinición del papel militar en la vida interna de Estados Unidos.

En un reciente discurso ante altos mandos del Pentágono, Trump propuso utilizar ciudades estadounidenses como "campos de entrenamiento" para las fuerzas armadas, una idea que alarmó a una parte de la clase política estadounidense.

Expertos en defensa han advertido sobre la gravedad de este precedente. Randy Manner, general retirado y exsubjefe de la Oficina de la Guardia Nacional, advirtió que usar la Ley de Insurrección de la manera que Trump contempla "no tiene ningún precedente real".

Para Manner, se trata de "una pendiente extremadamente peligrosa, porque básicamente dice que el presidente puede hacer lo que quiera". En palabras más contundentes, describió este escenario como "la definición misma de dictadura y fascismo".

La militarización de las ciudades estadounidenses llega como un proceso paulatino y calculado, con despliegues puntuales de la Guardia Nacional, cuidadosamente dosificados para probar la resistencia de los tribunales, medir la reacción pública y, por supuesto, enfrentar a los demócratas.

El punto de partida de este proceso puede rastrearse en el memorando del 7 de junio, donde la Casa Blanca autorizó operaciones de la Guardia Nacional en Los Ángeles para contener protestas contra las redadas migratorias del ICE.

A pesar de las objeciones del gobernador Gavin Newsom y de los líderes locales, 2 mil efectivos fueron desplegados en un primer momento, cifra que luego ascendió a 4 mil, incluyendo 700 marines.

Las protestas que originaron el operativo habían sido provocadas por una incursión del ICE en el distrito textil de Los Ángeles, una zona densamente poblada por migrantes latinoamericanos, que terminó con múltiples detenciones y denuncias de abusos.

Manifestaciones similares se registraron en San Diego, Massachusetts y otras ciudades del país. En respuesta, Trump ordenó nuevos despliegues en Washington D.C., Chicago y Portland, justificándolos bajo el argumento de que el crimen y la "anarquía urbana" estaban fuera de control.

Sin embargo, los funcionarios locales desmintieron esa narrativa. En Chicago y Portland, las protestas habían sido en gran medida pacíficas y de tamaño reducido, sin indicios de insurrección o desbordamiento policial.

Este patrón revela una escalada institucional cuidadosamente planificada, pues se aproxima que Washington D.C. fue el laboratorio inicial; Los Ángeles, el ensayo social; y Chicago y Portland, los campos de prueba política.

Cada despliegue ha ampliado un poco más el margen de acción de la Casa Blanca y debilitado la capacidad de los estados para resistir el control federal.

Esta estrategia busca reactivar el voto duro republicano, compuesto por sectores nacionalistas, conservadores y religiosos, al tiempo que debilita a las facciones demócratas moderadas, forzándolas a reaccionar en un terreno dominado por la narrativa del orden, la autoridad y la defensa nacional. Todo eso de cara a las elecciones de midterm (medio término) en 2026.

Detrás de la dimensión electoral, el contexto se entrelaza con el llamado Proyecto 2025, una hoja de ruta impulsada por sectores de la derecha estadounidense que pretende expandir la autoridad presidencial y reestructurar el aparato estatal bajo un esquema de control centralizado.

En el plano económico, la militarización ofrece un incentivo adicional debido a que revitaliza los flujos de financiamiento hacia el complejo industrial-militar y las corporaciones de seguridad privada que orbitan en torno al Pentágono. Cada despliegue implica nuevos contratos, suministros, tecnología, entrenamiento y mantenimiento, lo que traduce la "crisis de seguridad" en una oportunidad de rentabilidad.

La intervención federal no busca proteger a los ciudadanos, sino reforzar el poder ejecutivo y alimentar intereses económicos ligados al complejo industrial-militar. Toda vez que la administración Trump invoca a un "enemigo interno" que se extiende a lo hemisférico, apuntando también sus baterías contra Venezuela.

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