Jue. 21 Noviembre 2024 Actualizado 8:41 pm

Venezuela debe apostar por el conuco frente al colapso del modelo agroalimentario capitalista

El surgimiento de la pandemia global ocasionada por el virus SARS-CoV-2, causante del Covid-19, ha develado en detalle la crisis de un sistema alimentario global que es altamente sintomático en la Venezuela bajo asedio.

Además ha servido para alentar de nuevo un debate que no claudica: entre la seguridad alimentaria, que se basa en garantizar el acceso a los alimentos, su disponibilidad, uso y estabilidad; y la soberanía alimentaria que es el derecho de los pueblos, sus países o uniones de estados a definir su política agraria y alimentaria, sin dumping frente a terceros países.

El ciclo perverso: ¿cómo entra el Covid-19 a la escena alimentaria global?

Las medidas de confinamiento y cierre de fronteras como prevención ante el Covid-19 han causado disrupciones afectando tanto al suministro como a la demanda de alimentos y la logística de su distribución, lo que es grave en países que dependen altamente de importaciones desde largas distancias. Esto ha obligado a los gobiernos a buscar el difícil equilibrio entre las restricciones a la movilidad y la garantía del acceso tanto a este bien común y otros como a energía y agua.

Por su parte, el capitalismo global ha echado mano de su adicción a las crisis para provocar compras compulsivas, especulación en las cadenas cartelizadas con productos básicos como las hortalizas, haciendo subir los precios en los mercados de abasto.

A causa de un sistema globalizado que produce riqueza para pocos y pobreza para muchos, se acelera el ciclo de empobrecimiento?—?malnutrición (obesidad versus hambre)?—?alta densidad poblacional?—?alta movilidad?—?contagio y muerte.

Según el informe “Seguridad Alimentaria bajo la Pandemia de COVID-19” de la FAO preparado para la CELAC, el principal riesgo, en el corto plazo, es no poder garantizar el acceso a los alimentos de la población que está en cuarentena para evitar la propagación del virus y que, en muchos casos, ha perdido su principal fuente de ingresos a causa de los despidos masivos.

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Mientras tanto la desigualdad ha estimulado que casi un tercio de la mortalidad total a nivel regional sea por enfermedades no transmisibles como las cardiovasculares, diabetes y cáncer (condiciones de riesgo letal ante el Covid-19) a causa del envejecimiento, la globalización (Tratados de Libre Comercio e imposición de importaciones), la urbanización y el aumento de la obesidad y la inactividad física.

Además, la misma FAO reporta quecasi uno de cada cuatro adultos es obeso y el sobrepeso afecta al 7,3% (3,9 millones) de los niños menores de 5 años, una cifra que supera el promedio mundial de 5,6%. Dice Rob Vos, del International Food Policy Research Institute (IFPRI):

“Si las personas solo consumen este tipo de alimentos [trigo, arroz y maíz], aumenta el riesgo de sufrir consecuencias adversas para la salud, así como el de presentar síntomas en caso de infección por Covid-19”.

El aumento de la subalimentación en América Latina y el Caribe lo ha impulsado el hambre en Suramérica, entre 2014 y 2018 pasó de 19 a 23,7 millones de personas, del 4,6% al 5,5% de la población, y ya concentra el 55% de los subalimentados en la región.

En 2019, la región registró 18,5 millones de personas en situación de inseguridad alimentaria aguda a causa de factores económicos y climáticos concentradas en ocho países.

La débil sostenibilidad de las empresas afecta el nivel de empleo, los ingresos familiares y el acceso a los alimentos, lo que se profundiza a medida que se prolongan los periodos de inactividad económica. Con personas que pueden comprar menos por tener menos ingresos (se proyectan 11,6 millones de nuevos desempleados), altos precios y un estancamiento de los programas de protección social, los hogares pobres destinan el 70% de sus ingresos a la alimentación, lo que provoca que su seguridad alimentaria sea “especialmente vulnerable” ante las perturbaciones en los ingresos.

Agroindustria nacional: entre la marginación y la dependencia rentista

Las últimas dos décadas de la historia agraria venezolana han estado marcadas por importantes transformaciones materiales y simbólicas en las que un modelo agroalimentario dependiente en buena medida de las importaciones, del mercado exterior, de las grandes industrias agroalimentarias propiciadoras de pandemias, ha moldeado la dieta de la población.

La no tan nueva identidad postgomecista, apropiada para una nación petrolera, lapidó el pasado agrícola y borró de la identidad local toda forma de pensarnos no-petroleros.

De la mano de su fundación, John D. Rockefeller, propietario de la petrolera Standard Oil Company, generó programas de adiestramiento, docencia e investigación apoyados por universidades como Cornell, Minnesota y Harvard en Estados Unidos. Dirigidos a la expansión de una agricultura moderna y petrolera que marginó cognitiva y materialmente a los campesinos minifundistas y conuqueros que representaban “el atraso” frente a los empresarios latifundistas apuntalados por el modelo agrario cientificista, que representan al desarrollo y el progreso en el campo.

Las cadenas de supermercados, en torno a las “ciudades petróleo”, ofrecieron un amplio despliegue de alimentos importados de los Estados Unidos y, junto a la llegada de migrantes europeos, se produjo un cambio en la dieta del venezolano que favoreció las hortalizas y cereales procesados, productos de origen agroindustrial, y captó a una clase media que emergía en medio de la Gran Aceleración mundial de la postguerra.

El modelo agroindustrial contó con inversión pública y privada en cereales y ganadería de doble propósito, altamente tecnificados para desarrollar un “paquete tecnológico” de insumos importados como semillas, herbicidas, pesticidas y maquinaria que privilegió a una actividad agrícola, ahora técnica, dependiente y conformada por propietarios de medianas y grandes extensiones.

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La agroindustria global ha moldeado la dieta de la población. La venezolana es altamente dependiente tanto de la tecnología y carteles transnacionales como de la renta petrolera nacional.

Este implante propició una imagen de agricultura técnico-desarrollada para el país suficientemente grande para mantener algunas empresas, importación de insumos, justificación de renta y control territorial, pero suficientemente pequeña para que la alimentación de la población fuese dependiente de las importaciones, y la posibilidad que otros sectores accedieran a la renta proveniente de los hidrocarburos.

Un cóctel de moneda sobrevaluada, capitales privados y burocracia del estado permitieron que la distribución de alimentos no dependiese de la producción agrícola nacional, lo que generó un moderado sector agroindustrial altamente subsidiado por la renta petrolera en contraposición a una actividad agrícola muy restringida y marginal.

Como Venezuela registra cerca de 94% de población urbana, y la población rural dedicada a la producción agrícola en el campo no supera el 3%, la deficiencia de mano de obra agrícola obligó a recurrir a la seguridad alimentaria por medio de la importación de rubros esenciales y a ampliar la agricultura industrial altamente tecnificada que sustituye al trabajo humano por trabajo mecanizado, todo a partir de la renta por la explotación de materias primas.

Con la llegada de Hugo Chávez al gobierno, y la búsqueda de una reconfiguración del estado mediante políticas de distribución de tierras y soberanía agroalimentaria, se vieron amenazados los intereses transnacionales en el agronegocio y las oligarquías locales enquistadas en el sistema agroalimentario nacional.

Las élites, que fueron beneficiarias de la renta petrolera por décadas, desataron las tensiones que tuvieron como detonante el golpe de estado de abril de 2002 y siguieron por los últimos 18 años hasta llegar a la arremetida total del halconato estadounidense, cuya cara visible es su presidente Donald Trump.

El otro fenómeno que envuelve al agro venezolano, más allá de las tensiones políticas pero que coincide temporalmente, es la crisis ambiental global. El usufructo creciente, y justificado dentro de la máxima del progreso (entendido como necesario e inevitable), inició hace pocos siglos, sin embargo la expansión del modelo civilizatorio occidental, con sus concepciones de la vida y su necesidad de apropiarse de la naturaleza, fue imponiéndose a todo el planeta a partir de la segunda guerra mundial.

El agotamiento del planeta en el último medio siglo refleja realidades alarmantes y evidentes no solo en el cambio climático global sino en la alta tasa de extinción de especies, escasez en el acceso al agua dulce, acelerados cambios de uso de la tierra y acidificación de los océanos. Hoy se sabe que por cada dólar que se paga por un alimento industrializado se deben pagar otros 2 dólares en daños ambientales y a la salud.

Oportunidad para “lo que tiene que nacer”

El modelo que no termina de morir, pero que no deja nacer “lo que tiene que nacer”, ha contribuido con el despoblamiento del campo, el desplazamiento forzado, la persecución al campesinado y comunidades indígenas y, por ende, es un agente que produce pobreza no solo económica sino social y cultural.

La narrativa del progreso, impuesta por la vía de la Revolución Verde, se avocó a la tarea de borrar imágenes de la Venezuela que se alimentó del conuco durante siglos, la dieta y culinaria histórica y regionalizada, la agricultura como actividad familiar, la noción de ciclos cerrados para el uso adecuado de los recursos, la mesura y el cuidado, convirtiéndolos en aspectos negados, cuando no satanizados casi con saña, como lo fue el conuco.

La agricultura campesina no sólo se basa en la siembra de diversos rubros, sino que sus semillas son locales, con adaptaciones logradas por generaciones y representan un mosaico histórico y genético megadiverso, además propicia una diversidad faunística local más elevada, diversa y abundante, lo protege desde su estructura física a su fertilidad.

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Hoy en día un país-mina como Venezuela pudiera verse beneficiado por los precios agrícolas de importación más bajos por efecto de la recesión en pandemia, pero las “sanciones” impuestas desde Washington y países satélites, sumadas a los bajos precios internacionales de los combustibles fósiles de los que depende su renta, reducen nuestros ingresos y debilitan la capacidad de importación de suficientes alimentos en los mercados internacionales. Asimismo, depreciaciones sustanciales en la moneda nacional conducen a incrementos en los precios internos de los alimentos importados.

El modelo agroindustrial venezolano, sujeto a los vaivenes de la renta, con sus continuas crisis expresadas en la negativa a ahondar en su propia noción de “avance tecnológico” y su propensión a la dependencia, ha dado oportunidad a la actividad campesina durante las últimas décadas.

La contribución de la agricultura campesina a la alimentación de la población urbana no es desdeñable, el momento histórico cambió. Además el conocimiento científico no puede negar el conocimiento histórico acumulado en la agricultura de las otras culturas.

La crisis del coronavirus evidencia cuál es el trabajo indispensable para el mantenimiento de la vida y, en particular, el papel fundamental que desempeña el sector agroalimentario, evidencia las limitaciones y riesgos del modelo capitalista y de la cultura del consumismo rentista.

La pandemia y las medidas adoptadas para contenerla ponen en jaque los patrones dominantes de consumo alimentario, organizado según las reglas de la globalización, a la vez que comer tubérculos, frutas, legumbres y hortalizas locales constituyen una protección nutricional contra el Covid-19.

Por otra parte, las “sanciones” están ancladas en lesionar no solo el “derecho” al consumo sino en violar el derecho a la alimentación y la justicia alimentaria y exigen impulsar tanto la producción como el consumo local en la actual coyuntura, así como defender la soberanía alimentaria como objetivo social prioritario. Apostar por una producción más territorializada en la que el consumo de proximidad genere beneficios para la economía local y el pequeño y mediano comercio.

El derecho a la alimentación y la justicia alimentaria se logran garantizando la equidad en todos los nodos de la red alimentaria, desde la producción al consumo, pasando por la transformación, la distribución y la comercialización para satisfacer las necesidades alimentarias inmediatas de las poblaciones vulnerables. Con el impulso y continuación de programas de protección social más eficientes, la profundización en el comercio justo y multipolar de alimentos, el mantenimiento de las redes de suministro nacional y contribuyendo a desarrollar la capacidad de los pequeños agricultores que, siendo el 30% de la población global y con menos del 25% de los recursos disponibles, llegan a los mercados locales con el 70% de los alimentos que consumimos los seres humanos.

Una alianza de conuqueros nacida en medio de la guerra

Iniciativas de sectores populares organizados, como la Alianza Nacional Productiva (ANP) nacida en momentos de guerra, comenzaron a estructurarse en 13 municipios de los estados Apure, Barinas, Táchira, Yaracuy y Portuguesa, conformando mesas productivas municipales donde se agregan redes de maiceros, conuqueros, consejos campesinos y otras agrupaciones para enfrentar necesidades de infraestructura, insumos, industrialización, seguridad, maquinaria, apoyo técnico y jurídico.

Desde estos espacios se valoran las capacidades existentes, ponerlas en común y trazar planes colectivos de cara a cada problemática desde las propias capacidades y posibilidades. Se han articulado 7 mil conuqueros a nivel nacional, que sembraron arroz, maíz, frijol y papa, en 11 mil hectáreas. Se utilizó semilla nacional, nativa, semilla de variedad, no transgénicas.

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Dice Aníbal Montilla, uno de sus coordinadores nacionales:

“El plan conuquero implica la independización de los productores, ya que se utiliza semilla autóctona y se trabaja la siembra orgánicamente. Se trata, en esa línea, de volver a nuestras raíces de la agricultura originaria, y desarrollar la producción natural de todos los componentes, por ejemplo, lo que es abono, fertilizantes. Así le damos un respiro a la madre tierra. La tierra está perdiendo su condición de fertilidad

— Somos un grupo de investigadores independientes dedicados a analizar el proceso de guerra contra Venezuela y sus implicaciones globales. Desde el principio nuestro contenido ha sido de libre uso. Dependemos de donaciones y colaboraciones para sostener este proyecto, si deseas contribuir con Misión Verdad puedes hacerlo aquí<