La confirmación del asesinato de, al menos, 32 personas en operaciones militares estadounidenses frente a las costas venezolanas representa otra escala dentro de la larga secuencia de agresiones que conforman la agenda de cambio de régimen que Estados Unidos viene desarrollando contra Venezuela.
Las víctimas no eran exclusivamente venezolanas; entre los cuerpos se encuentran ciudadanos colombianos, ecuatorianos y trinitenses, lo que evidencia que las operaciones ocurrieron en espacios jurisdiccionales bajo soberanía y control de los Estados ribereños, mientras que el Ejecutivo estadounidense intenta presentarlas como acciones desarrolladas en los márgenes de aguas internacionales.
Esta narrativa intenta, en los hechos, maquillar una actuación caracterizada por la desproporción en el uso de la fuerza y la falta de evidencias que la sustenten.
La dimensión multinacional de las víctimas revela la naturaleza indiscriminada de las acciones, evidenciando un desprecio absoluto por las normas del derecho internacional humanitario y del derecho del mar.
En esencia, se trata de ejecuciones extrajudiciales encubiertas bajo la narrativa de la "guerra contra el narcotráfico", pero que en la práctica constituyen operaciones de carácter militar dirigidas desde el alto nivel político estadounidense.
EE.UU. viola, una vez más, la Carta de las Naciones Unidas
La condena de los expertos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) confirma la gravedad y aporta una voz jurídica frente a las acciones unilaterales e ilícitas de Washington.
En su declaración del 21 de octubre de 2025, los expertos recordaron que las operaciones encubiertas y las amenazas de uso de la fuerza armada contra Venezuela constituyen violaciones directas a la soberanía nacional y a la Carta de las Naciones Unidas.
Subrayaron que incluso si las acusaciones estadounidenses tuvieran fundamento, el uso de fuerza letal en aguas internacionales sin una base jurídica adecuada representa una violación del derecho internacional del mar y equivale a ejecuciones extrajudiciales.
El pronunciamiento identifica un patrón de intervención coercitiva bajo justificaciones falsas, al tiempo que advierte sobre las implicaciones para la paz y la seguridad en el Caribe.
En efecto, la presencia militar estadounidense en la región se ha incrementado de manera significativa, en paralelo con la expansión de operaciones letales contra buques civiles, amparadas en el discurso del "combate al tráfico de drogas" y al supuesto "terrorismo" de grupos criminales.
Los expertos subrayaron que tales acciones vulneran el principio de no intervención y el derecho de los pueblos a la libre determinación, pilares reconocidos en la Carta de las Naciones Unidas y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ratificado por Estados Unidos en 1992, se recuerda.
Asimismo, advirtieron que cualquier intento de imponer un cambio de régimen mediante el uso de la fuerza externa constituye una violación aún más grave del derecho internacional.
En su llamado final, los representantes de Naciones Unidas exhortaron a Washington a cesar de inmediato las amenazas y ataques ilegales, y a reafirmar su compromiso con el multilateralismo, el respeto a la soberanía de los Estados y la solución pacífica de las controversias.
"La larga historia de intervenciones externas en América Latina no debe repetirse", afirmaron los expertos.
La escalada
Se conoce que en esta ofensiva se han desplegado buques de guerra, bombarderos, drones, aviones espías y unidades de marines, lo que configura un teatro de operaciones con capacidad ofensiva inmediata.
Aunque, cabe destacar que este despliegue no ha sido autorizado por el Congreso estadounidense a pesar de la intensa campaña de la administración Trump por utilizar de excusa la emergencia causada por los "narcoterroristas".
El jefe del Pentágono, Pete Hegseth, confirmó la muerte de tres personas y la destrucción de una embarcación presuntamente vinculada al Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Colombia, en lo que constituye el séptimo ataque ejecutado por las fuerzas armadas estadounidenses desde inicios de septiembre en el mar Caribe.
El anuncio, realizado a través de sus redes sociales, fue acompañado por un video de vigilancia aérea de menos de 30 segundos que muestra la explosión de un barco, sin que se aportaran pruebas que sustenten las afirmaciones del Pentágono.
Esta ausencia de pruebas es una constante en la historia de las intervenciones estadounidenses, desde Irak hasta Libia; es decir, primero se construye el discurso, luego se ejecuta la acción y finalmente se busca justificarla sobre el terreno.
Hegseth, quien era presentador de Fox News, introdujo además una peligrosa retórica al calificar a los "cárteles latinoamericanos" como "la Al Qaeda del hemisferio occidental", lo que busca equiparar el escenario del Caribe y de América del Sur con el teatro de operaciones del Medio Oriente posterior al 11 de septiembre, en un intento de legitimar la guerra como instrumento de política exterior.
Esas declaraciones coincidieron con un nuevo episodio de confrontación entre Donald Trump y el presidente de Colombia, Gustavo Petro.
Luego de que el mandatario colombiano denunciara el asesinato de un pescador inocente durante un ataque estadounidense, Trump respondió acusándolo de "líder del narcotráfico" y amenazó con suspender la ayuda a Bogotá.
Tales intercambios exponen la expansión del conflicto discursivo y operativo hacia el territorio colombiano, en un contexto en el que Washington intenta consolidar un cerco estratégico en el norte de Suramérica, controlando enclaves marítimos y políticos en Trinidad y Tobago, Guyana y ahora Colombia.
El senador republicano Rand Paul y otros miembros del Congreso han cuestionado la falta de transparencia y la ilegalidad de las acciones, subrayando que el gobierno ni siquiera conoce los nombres de las personas que ha ejecutado.
"Hay que acusarlos de algo. Hay que presentar pruebas. Así que todas estas personas han sido destruidas sin que sepamos sus nombres, sin ninguna prueba de delito", declaró Paul en la NBC.
Sin embargo, la administración ha optado por mantener la opacidad, amparándose de alguna manera en el argumento de que se trata de "combatientes ilegales", una categoría jurídica creada para tratar de evitar la aplicación de las Convenciones de Ginebra.
Incluso, la dimisión del comandante del Comando Sur, almirante Alvin Holsey, ocurrió después de la autorización que dio Trump a la CIA a realizar operaciones encubiertas.
Esa renuncia, por supuesto, encendió nuevas alarmas sobre la legalidad y la moralidad de las operaciones. Diversas fuentes señalan que Holsey expresó su preocupación por la falta de sustento jurídico de los ataques y por la posibilidad de que estos constituyan crímenes de guerra.
Su salida abrupta sugiere asimismo que, al conocer el plan contra Venezuela, pudo haberlo considerado un despropósito (o una orden demencial) y prefirió no convertirse en cómplice de una acción cuya legalidad y proporcionalidad estaban en duda.
El Pentágono, por su parte, ha respondido con afirmaciones genéricas sobre la "legalidad" y la "precisión" de las operaciones, sin precisar en qué normas se apoyan ni ante qué instancias internacionales se han rendido cuentas.
Anunciar las operaciones encubiertas
El anuncio de Trump de haber autorizado operaciones clandestinas de la CIA en territorio venezolano eleva el conflicto a un nivel de gravedad mayor. Se dijo justo el día antes de la partida de Holsey.
Por definición, una operación encubierta busca ocultar la identidad del patrocinador o permitir la negación plausible de su participación, según la Directiva 10/2 del Consejo de Seguridad Nacional de 1948.
En este caso, sin embargo, la administración estadounidense ha roto incluso con esa tradición de negación, al admitir públicamente que la CIA opera en Venezuela y que podrían producirse ataques en tierra.
Este reconocimiento público equivale a una confesión de responsabilidad sobre una política de agresión planificada.
De hecho, el embajador Samuel Moncada había advertido sobre este escenario en 2024, al señalar que toda operación abierta de Washington contiene un componente encubierto. Detrás de las sanciones ilegales siempre se oculta una estrategia militar y de inteligencia orientada a desestabilizar al Estado venezolano.
Esta simbiosis entre coerción económica y acción militar no es nueva, ya que forma parte del patrón injerencista estadounidense desde la Guerra Fría, pero en el caso actual se manifiesta con una peligrosidad mayor, pues la agresión ya no se disfraza de diplomacia ni se ejecuta en secreto.
La propia administración estadounidense reconoce su papel en una guerra no declarada contra Venezuela y lo presenta como parte de su política de seguridad nacional.
Estados Unidos ha violado el derecho internacional en numerosas ocasiones; lo hace ahora con la misma impunidad y las mismas gamas retóricas que han precedido otras intervenciones.
Pero reducir este episodio a una mera cuestión de legalidad sería quedarse en la superficie, debido a que lo que está en juego es el espectro político, el poder.
Estos ataques contra embarcaciones y civiles, sin discriminar nacionalidades, confirman que Washington ha ampliado el compás operativo hasta los enclaves que rodean a Venezuela, buscando dominar corredores marítimos y puntos logísticos que faciliten una escalada mayor.
Esa ampliación del espacio operativo es la construcción deliberada de condiciones que pueden alimentar un casus belli fabricado y forzado, destinado a legitimar pasos posteriores más agresivos.
Al ubicar sus medios en Trinidad, Guyana y el litoral colombiano, la administración estadounidense está trazando un anillo de control que reduce las opciones estratégicas de Caracas y presiona a los gobiernos vecinos.
Se crea un escenario en el que la legalidad queda subordinada a la acción política.
¿Hasta qué punto tolerará la comunidad internacional que un país reconfigure realidades soberanas mediante el uso selectivo de la fuerza? Si la respuesta es la inacción, el precedente estará abierto y servirá de manual para futuras agresiones en cualquier latitud.