Los mares junto a los océanos han sido los vientres de grandes imperios a lo largo de la historia. La idea canónica y más extendida de imperio, asociada al dominio de una amplia extensión territorial mediante ejércitos, rutas de comercio y tributos, siempre ha encontrado en el mar el horizonte de su desarrollo o la fatalidad de su declive.
El teórico del imperio estadounidense Robert D. Kaplan, en su obra La venganza de la geografía (2012), un extenso análisis sobre los puntos ciegos de las invasiones expedicionarias de Estados Unidos en tiempo reciente, donde además dedica no pocas páginas a un mea culpa por haber apoyado la intervención militar que derrocó a Sadam Husein en Irak, dijo, palabras más palabras menos, que la geografía es la precuela de la historia.
Lo que se entiende de esta idea es que, aunque los contornos del poder global se hayan modificado en los últimos siglos con la caída de grandes imperios y la emergencia de otros nuevos, la sustancia física en la que estos cambios han ocurrido sigue siendo la misma, presentando un poder inigualable de condicionamiento práctico sobre las maquinaciones geopolíticas contemporáneas.
Por ejemplo, los estrechos de alto valor estratégico (Malaca y Ormuz) y los océanos en su vasta amplitud continúan siendo un terreno de disputa clave para el equilibrio de poder mundial, por la sencilla razón de que no pueden ser alterados con facilidad por la mano del hombre.
Teorías imperiales
El imperio romano denominaba Mare nostrum al mediterráneo, concepto con el que reclamaba su propiedad exclusiva sobre un ancho mar que conectaba sus posesiones desde el norte de África y el sur de la península ibérica hasta Asia menor mediante el control del comercio. El cordón umbilical que une el dominio de los mares con la propia existencia del imperio tiene su expresión distintiva en la era de esplendor de los romanos y continuará más allá de su ocaso.
Más adelante, el océano, en particular el atlántico, adquirió una importancia transcendental que llega hasta nuestros días. En 1492, la travesía de Cristóbal Colón, quien en realidad buscaba una vía alternativa para llegar a la India tras la conquista de Constantinopla a manos de los turcos, concluyó con un cruce oceánico que sentaría las bases para la configuración del sistema-mundo capitalista que hoy define nuestra existencia colectiva.
Durante años, el imperio español expandió el paradigma del Mare clausum con el interés de dominar, con carácter exclusivo, las rutas de navegación entre América y la península por donde transitaban los metales preciosos y los esclavos transportados desde África. La historia de piratería y contrabando protagonizada por británicos y holandeses contra el Mare clausum ibérico es harto conocida.
En 1609, el abogado Hugo Grocio de las Provincias Unidas (Países Bajos), "el padre de la ley del mar", como se le conoció después, lanzó la doctrina del Mare liberum, basada en los principios de libre navegación de las potencias europeas de la época.
El paradigma representaba una justificación jurídica para legitimar la expansión ultramarina del imperio neerlandés, en conflicto en aquel entonces con el imperio portugués en el hoy caldeado Mar de China Meridional. La impugnación abierta a la autoridad de los ibéricos sobre los mares era un asunto bélico con su respectiva traducción ideológica.
La navegación oceánica fue la llave del imperio británico en su etapa temprana de compañías comerciales, con las que arropó el extremo oriental de Asia y las costas del sureste de África a comienzos del siglo XVII. El mar fue la base del poder británico como imperio talasocrático de primer orden y el pasadizo principal de su expansión comercial y de sus agresivas conquistas militares, sostenidas de manera ininterrumpida por más de dos siglos.
El factor fundamental que garantizó la expansión británica consistió en un incomparable poder de guerra en los mares que, si bien seguía la huella de las experiencias imperiales pasadas, puso mayor énfasis en la destrucción del contrario aun en tiempos de paz. El comercio y la poderosa marina de guerra, la archiconocida Royal Navy, se retroalimentaron mutuamente, donde la segunda era la condición de posibilidad del primero.
Resumiendo, sin el poder de una armada de carácter ofensivo, fuertemente financiada desde la metrópolis, la red de operaciones económicas globales del imperio británico, que en su momento de mayor esplendor abrazó los cinco continentes, no hubiese podido existir por un tiempo tan prolongado y de una manera tan eficiente.
Esto fue captado, a finales del siglo XIX, por el oficial naval estadounidense Alfred Thayer Mahan, un académico y estratega que influyó de manera determinante en el presidente Theodore Roosevelt, protagonista de la fase de maduración definitiva del imperio estadounidense a principios del siglo XX, a través de su política del gran garrote (big stick).
Como destaca Francis P. Sampa para la revista The Diplomat, "Mahan imaginó a Estados Unidos como el sucesor geopolítico del Imperio Británico", ya que promovió la idea de que un poder naval militarizado, desplegado con fuerza, salvaguardaría los intereses de seguridad de la potencia norteamericana y ampliaría su alcance geoestratégico en zonas fundamentales de la política mundial. Siguiendo a Sampa, "Mahan comprendió que Estados Unidos, como Gran Bretaña, era geopolíticamente una isla situada frente a la costa de la masa continental euroasiática cuya seguridad podría verse amenazada por una potencia hostil o una alianza de poderes que obtuviera el control político efectivo de los centros de poder clave de Eurasia".
The Influence of Sea Power upon History (1890) es la obra más conocida de Mahan, cuya influencia cambió para siempre el debate de la política exterior estadounidense y dio pie a construir los principios de la expansión geopolítica del imperio. Mahan observaba con preocupación la forma en que el equilibro de poder en Europa y Eurasia afectarían las ambiciones políticas de Estados Unidos, sin embargo, el Mar Caribe estaba presente en sus aproximaciones con una importancia cardinal.
En 1890 también publicó un artículo en Atlantic Monthly, "The United States Looking Outward", en el cual alegaba que Estados Unidos debía reafirmar su poder en esta región por su importancia geoestratégica y comercial, lo que levantaba los apetitos de las potencias europeas. Para Mahan, Estados Unidos debía construir una poderosa marina junto con una red de astilleros para alcanzar este objetivo, pese al poco convencimiento de las élites gobernantes en aquel momento:
"A pesar de cierta gran superioridad original conferida por nuestra cercanía geográfica e inmensos recursos -debido, en otras palabras, a nuestras ventajas naturales, y no a nuestros preparativos inteligentes-, los Estados Unidos están lamentablemente no preparados, no solo de hecho, sino de propósito para afirmar en el Caribe y Centroamérica un peso de influencia proporcional al alcance de sus intereses. No tenemos la marina y, lo que es peor, no estamos dispuestos a tener la marina, eso pesará seriamente en cualquier disputa con aquellas naciones cuyos intereses entrarán en conflicto con los nuestros".
La guerra contra el imperio español, a tan solo ocho años después de la publicación de la obra más famosa de Mahan, concluyó con el dominio estadounidense sobre Cuba, Puerto Rico y Filipinas, las últimas posesiones coloniales de los españoles en América y Asia respectivamente. La independencia a la medida de los intereses estadounidenses de Panamá, y la ocupación de República Dominicana y Nicaragua a los pocos años, confirmaron que el imperio había apostado efectivamente por la teoría de Mahan.
El imperio se enrumbó a construir una armada con un poder considerable y de alcance global, constituida por acorazados, destructores y buques de asalto, que comenzaba a dar sus frutos como sustento material de la proyección geopolítica de Estados Unidos.
Declive en alta mar
El pasado mes de octubre, Alexander Wooley escribió un interesante artículo de investigación para la revista Foreign Policy, "How the U.S. Navy lost the shipbuilding race", que muestra cómo Estados Unidos ha perdido su poderío naval acumulado desde las proyecciones de Mahan. Los datos presentados por Wooley dan una imagen catastrófica que cubre todos los aspectos de la marina, desafiada por problemas técnicos y presupuestarios de diverso orden. El autor destaca que los problemas actuales tienen como fuente principal la "arrogancia" derivada del momento unipolar y sitúa a Donald Rumsfeld como uno de los artífices de la debacle.
¿Cuáles son los problemas? Wooley destaca que los planes iniciados en 2001 con Rumsfeld, que buscaban una "revolución tecnológica" en la marina, han fracasado. Los superportaaviones clase Gerald R. Ford (sucesor del Nimitz) y los superdestructores Zumwalt, símbolos de esta transformación "futurista", no han entrado en funcionamiento todavía y se han convertido en auténticos quebraderos de cabeza por motivos de sobrecostos, problemas asociados a las tecnologías y falta de compatibilidad con los sistemas de armas.
De 32 superdestructores Zumwalt presupuestados, solo se construirán tres, debido a su alto costo (7 mil millones de dólares por unidad), apunta Wooley. Por otro lado, la línea de buques de combate "The Littoral Combat Ship", en los que Estados Unidos confía múltiples operaciones de provocación en el Pacífico occidental, tienen cada vez más problemas, lo que ha obligado el retiro de una buena cantidad de ellos de los mares, junto a largas jornadas de mantenimiento. Parafraseándolo, el autor resume la situación de la siguiente forma: Estados Unidos tiene cada vez menos embarcaciones de combate, las que están operativas tienen problemas y el dinero invertido (y malgastado) para mantener una marina acorde a los intereses globales del imperio solo ha traído estancamiento y pérdida de poder.
Citando fuentes oficiales, Wooley indica que China, hoy en día, tiene la armada más grande del mundo, con 360 buques de combate que superan los 297 de Estados Unidos. Se proyecta que el gigante asiático tendrá 400 embarcaciones de guerra para 2025, una cifra que el propio Pentágono confiesa no poder alcanzar. La gran diferencia está marcada por los astilleros: mientras China posee docenas de ellos, Estados Unidos solo cuenta con siete, y en un estado de marcado deterioro por la falta de inversión.
Este aspecto es fundamental para entender la situación, pues parece que Estados Unidos ha recibido una cucharada de su propia medicina neoliberal, según se entiende de las conclusiones alcanzadas por Wooley. La externalización de los costos, la deslocalización industrial al extranjero que signó la era Clinton y la obsesión enfermiza por la rentabilidad han convertido los astilleros en trampas presupuestarias para transferir recursos públicos hacia los bolsillos corporativos del complejo militar industrial.
El enfoque low cost llevado al ámbito de la construcción naval ocasionó una reducción de las inversiones y, en consecuencia, un estancamiento productivo sustentado por la artificialidad de un presupuesto de defensa cada vez más abultado. El ambicioso poder marítimo soñado por Mahan es incompatible con el carnaval de deuda y cotización en bolsa de Lockheed Martin, y por esta razón China, que no ha sometido sus capacidades militares al fundamentalismo de mercado, ha superado a Estados Unidos.
Kyle Mizokami, en la revista The National Interest, destaca que China avanza en la construcción de su tercer portaaviones. A su vez, avanza rápidamente en una línea de buques de combate multipropósito, de distinto tamaño, que son equiparables a los destructores estadounidenses de la clase Ticonderoga y Wasp.
Mizokami afirma que el auge de la construcción naval de China mezcla la producción masiva con la modernización de sus capacidades, lo que supone la obtención de una ventaja militar, no solo geopolítica y militar, sino geoeconómica, que ha convertido a China en "una gran potencia militar en Asia-Pacífico", siguiendo a Mizokami.
Nicholas Spykman, quien es considerado uno de los clásicos de la geopolítica estadounidense, más influenciado por Mahan que por Halford Mackinder de lo que se cree, y conocido por su teoría del Rimland, calificó como un área estratégica el "Mediterráneo asiático" que existía entre Asia y Australia, y entre los océanos Pacífico e Índico.
Esa amplia zona, al ser un pivote crucial del desarrollo marítmo de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, ha tomado el perfil de campo de batalla estratégico para Estados Unidos en su intento de contener la proyección geopolítica de China y sus asociaciones naturales en su entorno inmediato. La reciente alianza AUKUS, enfocada en la presión naval contra el gigante asiático, y la búsqueda de convertir a Taiwán en un polvorín con resultados catastróficos, guardan estrecha relación con el interés de dominar esa unidad clave definida por Spykman hace casi 100 años.
No obstante, los problemas operativos de la marina estadounidense convierten esta apuesta en una maniobra arriesgada que, además, ha traído como consecuencia el reimpulso de la construcción naval de China y el mejoramiento de las capacidades de su armada, con una perspectiva de defensa y protección de su soberanía.
Zheng He en el siglo XXI
Bastante antes de que Fernando de Magallanes, Pedro Álvares Cabral o Juan Sebastián Elcano quedaran inmortalizados en los anales de la historia por sus viajes transoceánicos, el almirante chino Zheng He, a principios del siglo XV, ya había protagonizado diversas expediciones al Pacífico sur, atravesando las islas Maldivas, el estrecho de Ormuz, el de Adén, hasta llegar a Mogadiscio y Mombasa por el océano Índico. Zheng He, y su impresionante legado como navegante y explorador, ha vuelto con fuerza al paisaje político y cultural chino, cuando en 2009, según comenta Daniel Yergin, se estrenó una serie de televisión con amplia difusión sobre su figura. Un museo que conmemora al almirante está en Nanjing, inaugurado en 2005 a 600 años de su primer viaje.
Además de marinero, Zheng He fue un diplomático y militar destacado en la corte del emperador Zhu Di, el tercero de la dinastía Ming, quien reconoció sus capacidades, le otorgó el apellido por el que hoy es conocido (Zheng) y aupó sus expediciones con la mirada puesta en ampliar la red de comercio marítimo de la ruta de la seda, conectando, desde China, al sudeste asiático con la península arábiga y la costa oriental de África.
El mítico almirante no fue un conquistador sino un hombre de comercio y diplomacia, a cargo de una flota que superaba a la europea de aquel entonces en cantidad de buques, calidad de construcción y alcance geográfico. Las embarcaciones de la dinastía Ming, además de ser superiores en lo técnico con respecto a la Europa medieval, estaban al servicio de un universo de intercambio cultural y económico cuya estabilidad y armonía, aunque imperfecta, fue trastocada profundamente por los conquistadores occidentales.
El retorno actual a la figura de Zheng He representa el fundamento espiritual del crecimiento descollante de la marina china, y también una señal de cómo la disputa geopolítica y civilizatoria actual se da en el terreno de las escalas de valores puestas a disposición y que cada país, conforme a sus propios atributos y dilemas, deberá elegir, si desea preservar lo propio, en un marco mundial de deriva hacia el abismo.
Si la geografía, al decir de Kaplan, es la precuela de la historia, entonces el presente continúa siendo su cámara de ecos, un recordatorio de las materias pendientes no resueltas. Y en ese sentido, resulta sumamente revelador que la colisión de poderes occidentales contra China en el Mar de China Meridional hunda sus raíces en la doctrina jurídica de Grocio en el siglo XVII.
Si la aventura marítima de Mahan fue la base geopolítica para la maduración definitiva del imperio estadounidense, es lógico pensar que el deterioro del poder naval que teorizó es también un factor esencial de su desmoronamiento.
Mientras tanto, la política mundial se reconstruye a través de las mismas rutas que Zheng He dibujó, en el sentido opuesto de Mahan, en lo geográfico y en lo político y cultural.