Vie. 12 Diciembre 2025 Actualizado 4:40 pm

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Caricatura sobre la Doctrina Monroe (Foto: Victor Gillam)
Comparando las últimas cuatro Estrategias de Seguridad Nacional

La perenne cosmovisión imperial de EE.UU. se sigue proyectando

El 4 de diciembre, la administración Trump publicó la Estrategia de Seguridad Nacional (ESN) 2025, un hecho que marca la definición explícita de las prioridades de seguridad y política exterior de Estados Unidos.

La emisión de esta estrategia responde a un mandato legal establecido por la Ley Goldwater-Nichols de 1986, la cual exige al presidente presentar periódicamente al Congreso un documento que describa las "amenazas" y las respuestas políticas correspondientes.

De este modo, la ESN comunica la visión estratégica del poder ejecutivo, justifica solicitudes de recursos a los fines de alinear herramientas militares, económicas y diplomáticas con objetivos como la disuasión y la prosperidad nacional.

En esta nueva edición se establece de manera explícita los principios de "America First" promovidos por la administración Trump y entre sus elementos más destacados se encuentra la formalización del nuevo Corolario Trump de la Doctrina Monroe, un enfoque que define de manera directa y sin ambages la visión estadounidense de soberanía y liderazgo regional.

Este documento también critica políticas anteriores por su orientación global excesiva, enfatizando un retorno a prioridades centradas en la seguridad, la defensa de intereses estratégicos y la protección del poder económico y militar estadounidense.

Antes de examinar los elementos específicos de esta versión 2025 y compararlos con las administraciones anteriores, resulta necesario situar el análisis en el marco axiológico que sustenta la geopolítica estadounidense.

La cosmovisión del poder

Como señalan Dodds y Atkinson (2000), "el pensamiento geopolítico surgió a finales del siglo XIX, cuando los geógrafos y otros pensadores buscaban analizar, explicar y comprender las transformaciones y los espacios finitos del mundo de fin de siglo". Esta etapa coincidió con el cierre de la expansión colonial europea y la necesidad de comprender cómo las potencias competían en un mundo geográficamente delimitado.

En este contexto, el geógrafo alemán Karl Haushofer formuló una de las primeras definiciones académicas del término, considerando la geopolítica como "la nueva ciencia nacional del Estado, una doctrina sobre el determinismo espacial de todos los procesos políticos, basada en los amplios fundamentos de la geografía, especialmente de la geografía política". Bajo esta concepción, la geopolítica se concibe como una ciencia al servicio del Estado, destinada a interpretar cómo la ubicación, el espacio vital, los recursos y las rutas estratégicas condicionan la expansión o el declive de las potencias.

Para comprender plenamente la dimensión civilizatoria que adquiere la geopolítica en la actualidad, es esencial introducir el concepto de cosmovisión. Este término proviene del alemán Weltanschauung, compuesto por Welt (mundo) y Anschauung (contemplación o visión). Una cosmovisión es, por tanto, el modo integral en que una civilización, una cultura política o un Estado interpreta su lugar en el mundo, su misión histórica y la forma legítima de ejercer el poder.

En otras palabras, es una arquitectura mental que organiza lo político, lo moral, lo espiritual, lo estratégico y lo geográfico.

Alexander Dugin, teórico ruso, lleva esta noción al plano ideológico en su obra Fundamentos de la Geopolítica (1997). Allí define la geopolítica como "la cosmovisión del poder, la ciencia del poder y para el poder". Para Dugin, la geopolítica cumple una doble función: describir la estructura profunda del sistema internacional y servir de manual operativo para orientar decisiones políticas de gran escala, desde alianzas y guerras hasta sanciones y reconfiguraciones civilizatorias.

Si se observa la trayectoria histórica estadounidense bajo este lente, es evidente que Estados Unidos ha desarrollado su política exterior a partir de una cosmovisión imperial profunda.

Sus fundamentos ideológicos se encuentran en el excepcionalismo estadounidense, entendido como la creencia de que Estados Unidos es una nación única y moralmente superior, destinada a modelar el mundo de acuerdo con sus propios valores. Y, este excepcionalismo se complementó con el universalismo estadounidense, que sostiene que sus valores, instituciones y modelos políticos tienen una validez global, lo cual genera la convicción de que la expansión no solo es legítima, sino necesaria para el progreso universal.

Tal noción se enlaza con el Destino Manifiesto, formulado en 1845, que sostenía que la expansión territorial hacia el oeste era un mandato divino y civilizatorio.

Esto se traduce en herramientas ideológicas que justificaron, primero, la expansión continental y, luego, el proyecto global.

Este marco filosófico desembocó en la Doctrina Monroe (1823), cuyos postulados afirmaban que América pertenecía a la esfera exclusiva de influencia de Estados Unidos y que las potencias europeas debían abstenerse de intervenir. Se trataba de un orden internacional basado en reglas, según los intereses de Washington.

En términos geopolíticos, la Doctrina definió el continente como zona de seguridad vital, inaugurando la noción estadounidense de espacio propio. La historiografía coincide en que, desde su origen, la doctrina incorporó un doble componente: una prohibición para terceros y un derecho tácito de supervisión hemisférica por parte de Washington.

El Corolario Roosevelt (1904) expandió esta doctrina, justificando la intervención directa como "policía internacional" en América Latina y el Caribe para prevenir supuestas inestabilidades o amenazas. Fue la deducción lógica de Monroe.

Si Estados Unidos debía impedir interferencias europeas, entonces, según Roosevelt, también debía intervenir él mismo para corregir "irregularidades" o "impotencias".

Y en el contexto actual, surge el Corolario Trump, que actualiza la tradición monroísta para el contexto del siglo XXI. En su formulación explícita, el documento afirma que Estados Unidos debe garantizar que "el pueblo estadounidense, no las naciones extranjeras ni las instituciones globalistas, controle su propio destino en nuestro hemisferio".

Esta conceptualización desplaza la noción de soberanía estatal y la sustituye por una soberanía hemisférica asimétrica, en la cual Estados Unidos se autoerige como único actor legitimado para gobernar, arbitrar y disciplinar el continente.

El Corolario Trump combina elementos del Destino Manifiesto, el excepcionalismo y la tradición Monroe-Roosevelt, pero incorpora un componente adicional: la necesidad de expulsar activamente a potencias extrarregionales, principalmente China y Rusia, y reorganizar la región bajo un sistema de alianzas condicionadas, donde los socios reclutados se convierten en actores subordinados dentro de un orden jerárquico estadounidense.

En conjunto, estos elementos muestran que la geopolítica practicada por Estados Unidos es la expresión de la cosmovisión imperial que se concibe a sí misma como centro civilizatorio. Desde esta perspectiva, cualquier desafío continental, autonomía latinoamericana o presencia extrarregional es justificado como una amenaza al orden regional que considera legítimo imponer.

A partir de este marco histórico-civilizatorio, se comprende que las Estrategias de Seguridad Nacional publicadas por Estados Unidos en la última década, tanto bajo administraciones demócratas como republicanas, no representan rupturas conceptuales, sino ajustes tácticos de una misma estructura de poder.

Los matices discursivos, las prioridades coyunturales o las diferencias de estilo no alteran el fundamento doctrinal que sostiene estas estrategias: una visión del mundo anclada en el excepcionalismo, la tradición monroísta y la convicción de que el liderazgo global estadounidense constituye un mandato histórico.

En consecuencia, las variaciones que presentan estas ESN funcionan como mecanismos de adaptación para resguardar la primacía de Washington frente a un entorno internacional cambiante.

La secuenciación estratégica que ordena cada ESN, sus diagnósticos, mecanismos de disuasión, pactos preferentes, amenazas priorizadas y recursos movilizados, se inserta en esa misma matriz de excepcionalismo, universalismo y hegemonía.

Esta lógica refuerza la idea de que Estados Unidos posee un derecho intrínseco a definir y arbitrar el orden internacional. Pese a las diferencias formales, todas las versiones convergen en un mismo objetivo: preservar la centralidad estadounidense como un sistema solar, donde el resto de los actores orbitan según su gravitación de intereses dentro de lo que Washington denomina el "sistema basado en reglas", un orden que considera legítimo configurar, conducir y defender.

LA Era Obama

La Estrategia de Seguridad Nacional de 2015 (ESN 2015) en la administración Obama reafirmó la centralidad de Estados Unidos en el sistema internacional, cuya declaración de apertura, sostuvo que la pregunta nunca fue si Estados Unidos debía liderar, sino cómo lo hacía. Esta formulación sintetizó el núcleo ideológico del documento,

El documento argumentó que ese país se encontraba mejor situado para liderar que en 2010 porque había logrado recuperar su economía tras la crisis financiera. Esa recuperación interna fue presentada como condición indispensable para proyectar poder en el exterior.

La estrategia afirma que Estados Unidos "liderará con todos los instrumentos de su poder", reconociendo que la fuerza militar es solo una herramienta entre muchas. Se prioriza la diplomacia, pero una diplomacia que se sustenta explícitamente en la capacidad de coerción, en sanciones económicas dirigidas y en un aparato de inteligencia sofisticado que potencia la intervención indirecta, a saber:

"Nuestra influencia es mayor cuando combinamos todas nuestras ventajas estratégicas. Nuestras fuerzas armadas permanecerán listas para defender nuestros intereses nacionales perdurables, a la vez que proporcionan una ventaja esencial para nuestra diplomacia. Sin embargo, el uso de la fuerza no es la única herramienta a nuestra disposición, ni el principal medio de intervención estadounidense en el exterior, ni siempre el más eficaz para los desafíos que enfrentamos. Las sanciones económicas selectivas seguirán siendo una herramienta eficaz para imponer costos a actores irresponsables y ayudar a desmantelar redes criminales y terroristas".

De esta manera, la estrategia enlazó prosperidad doméstica con autoridad global, planteando que la fortaleza económica mantendría su capacidad de injerencia e intervención bajo cualquier modalidad que considerara útil para resguardar sus intereses.

El uso de sanciones, presentado como cuidadoso, proporcional y "efectivo", aparece como uno de los mecanismos centrales para moldear comportamientos estatales y no estatales, desarticular redes financieras o castigar acciones consideradas, por ellos, irresponsables.

La administración Obama utilizó ese punto para contrarrestar las críticas internas sobre un supuesto liderazgo disminuido o "desde atrás". Al mismo tiempo, afirmó que, aunque Estados Unidos actuaría unilateralmente cuando los intereses fundamentales estuvieran en riesgo, el modo más eficaz de proyectar poder implicaba construir coaliciones y ejercer paciencia estratégica.

Así, se trató de un equilibrio entre unilateralismo selectivo y multilateralismo funcional.

En el plano geopolítico, la estrategia de 2015 priorizó cuatro intereses permanentes que la Casa Blanca definía desde 2010: seguridad, prosperidad, valores y un orden internacional basado en normas.

La entonces consejera de Seguridad Nacional, Susan Rice, reforzó este marco conceptual al afirmar que Estados Unidos asumía con orgullo las responsabilidades de su liderazgo global, y que el presupuesto presidencial respaldaba directamente esta visión estratégica.

Rice subrayó que la administración había conformado una coalición mundial para imponer "costos políticos y económicos a Rusia tras su agresión en Ucrania, diferenciándose del precedente de 2008 en Georgia".

Aquí, la estrategia articuló la intención de elevar los costos estratégicos de Moscú, imponiendo sanciones, presión diplomática y guerra informativa mediante la divulgación de "la verdad sin adornos" como respuesta a la propaganda rusa.

Esta lógica de coerción multilateral evidenció que, para Washington, Moscú representaba una amenaza al orden internacional que Estados Unidos deseaba preservar.

El trato hacia Rusia también reveló el trasfondo ideológico de la estrategia, que realmente ha sido así desde tiempos inmemoriales, ya que cualquier actor que desafiara el orden basado en normas diseñado y conducido por Washington era percibido no solo como un competidor geopolítico, sino como una fuerza desestabilizadora que debía ser contenida a través de costos crecientes.

Dentro de este enfoque, la administración no descartó la posibilidad de incrementar la asistencia militar a Ucrania, incluyendo armamento defensivo letal, aun cuando insistió en que tal decisión debía tomarse coordinadamente con los aliados europeos para evitar rupturas internas en la coalición.

"Ya estamos brindando asistencia militar a Ucrania. Aún no hemos decidido ampliar la naturaleza de dicha asistencia para incluir equipo defensivo letal", confesaba Rice en 2015.

En lo referente a China, la estrategia de 2015 reafirmó la lógica del "rebalance" hacia Asia, entendiendo que el auge chino definía una competencia estructural de largo plazo. Washington planteó que buscaba una relación cooperativa, pero dejó claro que se opondría a cualquier intento de Beijing por modificar "unilateralmente" el statu quo regional.

Esta postura también derivó del concepto de "liderazgo global", debido a que Estados Unidos asumía que su presencia en Asia era indispensable para evitar que otras potencias configuraran un orden distinto al que sostenía sus intereses. La estrategia, por tanto, combinó contención diplomática, fortalecimiento de alianzas con Japón, Corea del Sur y Filipinas, e impulso a acuerdos económicos, concebido para limitar a China en la arquitectura comercial asiática.

En cuanto a América Latina, la estrategia de 2015 enfatizó que persistían desafíos relacionados con crimen transnacional, corrupción, fragilidad institucional y amenazas a los derechos humanos. Estos elementos discursivos, presentados como preocupaciones de seguridad "compartida", terminan funcionando como exucsas que permiten a Washington intervenir, presionar o castigar a los países del continente al mejor estilo monroísta, bajo el argumento de "corregir" riesgos que, según su propia narrativa, ponen en entredicho el "orden hemisférico" que se arroga el derecho de custodiar.

Aunque el documento evitó un lenguaje abiertamente intervencionista, la lógica pasivo-agresiva de liderazgo global se manifestó en la idea de que Estados Unidos debía orientar y apoyar transformaciones políticas, económicas y de seguridad en la región.

La apertura hacia Cuba, anunciada en 2014, fue presentada como un ejemplo de diplomacia pragmática diseñada para "modernizar" la política estadounidense en el continente.

De manera más amplia, el documento afirmó que en un mundo interconectado no existían problemas globales que pudieran resolverse sin Estados Unidos, y muy pocos que pudieran ser resueltos únicamente por Estados Unidos. Esta afirmación, presentada como pragmática y realista, reforzó dos ideas centrales: por un lado, que la indispensabilidad estadounidense era estructural; y por otro, que la cooperación internacional debía organizarse bajo la conducción de Washington.

En síntesis, la Estrategia de Seguridad Nacional de 2015 se inscribió en la continuidad histórica del sistema axiológico imperial, pero modulada por las condiciones específicas de la administración Obama: recuperación económica, fatiga por intervenciones prolongadas, ascenso de nuevos polos de poder y tensiones con Rusia.

América Latina fue vista como un espacio donde Estados Unidos debía incentivar reformas; China como un competidor sistémico que requería manejo estratégico; Irán como una amenaza transformable mediante negociación vigilada; y Rusia como el adversario inmediato que exigía costos, sanciones y firmeza.

En todos los casos, la premisa subyacente fue que Estados Unidos debía fijar las pautas del orden internacional porque asumía para sí la misión histórica de guiar al resto del mundo con la careta del "liderazgo", reafirmando así los pilares culturales e ideológicos que han sostenido su política exterior desde hace más de un siglo.

La precuela del "America fIRST"

La Estrategia de Seguridad Nacional de 2017 (ESN 2017) se marcó el inicio de un ciclo doctrinal de la política exterior estadounidense, al reivindicar una visión abiertamente nacionalista excepcional y competitiva. Y, además, buscó consolidar un enfoque estratégico capaz de mantener la centralidad de Estados Unidos frente a cambios estructurales en el sistema internacional, que en el propio documento se admitía.

En palabras textuales, la estrategia afirmaba: "Lideraremos con una perspectiva a largo plazo. En todo el mundo, se están produciendo transiciones históricas que se desarrollarán a lo largo de décadas. Esta estrategia posiciona a Estados Unidos para influir en sus trayectorias, aprovechar las oportunidades que generan y gestionar los riesgos que presentan".

Asimismo, esa administración reconocque la dinámica global evoluciona, la distribución del poder comenzó a alejarse de su control exclusivo, y por ello su política exterior debía tener continuidad para asegurar que China y Rusia no lograsen superar su primacía: "Los cambios en el equilibrio de poder regional pueden tener consecuencias globales y amenazar los intereses de Estados Unidos. Mercados, materias primas, líneas de comunicación y capital humano se encuentran dentro de regiones clave del mundo o se mueven entre ellas. China y Rusia aspiran a proyectar poder a nivel mundial".

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Cuadro de 1871 titulado "El progreso estadounidense" (Foto: John Gast)

La ESN 2017 proyecta una lógica de equilibrio regional que justifica la presencia activa de Estados Unidos en distintas áreas del planeta. Este principio se articula de manera explícita al afirmar que "proteger los intereses estadounidenses requiere que compitamos continuamente dentro y fuera de estas contiendas, que se desarrollan en regiones de todo el mundo", destacando la concepción imperial del poder estadounidense.

También articularon de manera explícita la visión estadounidense sobre las amenazas globales y regionales, proporcionando el marco discursivo que justifica la política de intervención en diversas áreas del mundo.

En su enfoque sobre el Hemisferio Occidental, la estrategia enfatiza que los Estados estables, democráticos y alineados con los intereses estadounidenses "mejoran nuestra seguridad y benefician nuestra economía", mientras que aquellos gobiernos que se apartan de este esquema son señalados como potenciales fuentes de inestabilidad y espacios operativos para competidores estratégicos como China y Rusia.

En este sentido, la narrativa sobre crimen transnacional, corrupción, violencia o regímenes autoritarios funciona como un repertorio discursivo que legitima la intervención estadounidense.

En cuanto a los rivales identificados, la ESN distingue tres grandes categorías: las potencias revisionistas (China y Rusia), los llamados "Estados rebeldes" (Irán y Corea del Norte) y las organizaciones transnacionales amenazantes, especialmente grupos terroristas yihadistas. Este marco permite a la estrategia justificar la competencia y la acción coercitiva no solo en escenarios militares, sino también económicos, diplomáticos y tecnológicos.

Además, se establece que la disposición de los rivales a abandonar la agresión "depende de su percepción de la fortaleza estadounidense y de la vitalidad de nuestras alianzas", consolidando la idea de que el poder militar, la integración con aliados y el despliegue coordinado de todos los instrumentos del poder nacional son herramientas esenciales para imponer la voluntad de Estados Unidos.

La ESN 2017 también detalla las herramientas concretas que sustentan esta política de proyección global. Se mencionan explícitamente sanciones económicas, medidas contra el blanqueo de capitales y la corrupción, diplomacia coercitiva, presión legal y aislamiento de Estados y líderes que contravengan los intereses y valores estadounidenses.

Incluso, el historiador británico, Adam Tooze explicó que el plan contempla un método secuencial característico: (1) postular un principio transhistórico general de la lucha por el poder; (2) detallar una lista de amenazas; (3) aunque difieran en naturaleza y magnitud, afirmar similitudes técnicas entre ellas; (4) subsumir todo el conjunto heterogéneo bajo oposiciones ideológicas genéricas, es decir, represivo vs. libre.

La estrategia presenta estas medidas no como fines en sí mismos, sino como componentes de un proyecto integral de dominación, cuya finalidad es limitar la capacidad de los rivales, moldear comportamientos estatales y asegurar que la influencia de Estados Unidos permanezca central en un "orden basado en reglas" que, en la práctica, reproduce la jerarquía de poder favorable a Washington.

A grandes rasgos, la ESN 2017, aunque adopta un lenguaje más unilateral y competitivo, el objetivo permanece idéntico al de 2015 que se enfoca en asegurar la centralidad de Estados Unidos, preservar equilibrios regionales favorables y limitar la capacidad de sus rivales para alterar la jerarquía global.

El episodio Biden-Harris

La Estrategia de Seguridad Nacional de 2022 (ESN 2022) fue presentada bajo el lenguaje de cooperación, alianzas y defensa del "orden internacional basado en reglas". La administración Biden buscó legitimar el retorno a una hegemonía estabilizadora, pero ajustada al siglo XXI, donde las sanciones, la diplomacia coercitiva y la imposición normativa serían tan importantes como la fuerza militar clásica.

El documento parte de un principio fundacional: la competencia estratégica entre democracias y autocracias, una dicotomía moral que ubica a Estados Unidos como garante de un orden legítimo y universal.

La estrategia se articula alrededor de la afirmación de que el futuro global depende de la capacidad estadounidense de liderar coaliciones, definir estándares tecnológicos y asegurar que el planeta funcione bajo parámetros occidentales.

Este discurso, aunque envuelto en apelaciones a valores democráticos, establece una jerarquía internacional donde Washington asume la autoridad de certificar quién cumple o no con las "reglas".

Aquí aparece, de manera explícita, el concepto de "rule-based order", presentado como marco civilizatorio, pero que en la práctica opera como instrumento de imposición normativa.

En el ámbito de la coerción económica, la ESN 2022 eleva el uso de sanciones, controles de exportación y medidas financieras a la categoría de herramientas rutinarias de política exterior.

Las sanciones ilegales no se presentan como excepción, sino como parte integral de una política per se, para la "defensa de los valores democráticos". En el documento se afirma que Estados Unidos, junto a sus aliados, usará instrumentos económicos para "responsabilizar a actores malignos", una formulación que legitima cualquier acción coercitiva siempre que se invoque la protección del orden basado en reglas.

La relación con China y Rusia es el núcleo de la estrategia, y desde ese eje se derivan el resto de las prioridades regionales.

China es presentada como el "único competidor con la intención y la capacidad" de rediseñar el orden global, lo que justifica la reorganización de cadenas de suministro, las restricciones tecnológicas y la presión diplomática internacional para limitar su avance.

Rusia, por su parte, aparece como una potencia disruptiva cuyo militarismo obliga a reforzar el liderazgo estadounidense en Europa.

En cuanto a América Latina, la ESN 2022 aplica una lógica dual. Por un lado, describe a la región como socio natural en la defensa de la democracia, la migración ordenada y la estabilidad económica. Por otro, utiliza un lenguaje que reproduce la visión tradicional de zona de influencia estadounidense.

El documento alerta sobre la presencia de China y Rusia, y advierte que su penetración económica, tecnológica o informativa puede "socavar la gobernanza democrática". Esta formulación implica que cualquier asociación estratégica de países latinoamericanos con potencias no occidentales es interpretada como una desviación que requiere corrección, al estilo Monroe, pero sin mencionarlo.

En este sentido, la estrategia combina cooperación con condicionalidades: apoyo, financiamiento y asistencia, pero bajo criterios definidos por Washington en materia de migración, anticorrupción, gobernanza y "resiliencia democrática".

La lógica de injerencia aparece en las propuestas de fortalecer instituciones, promover "transparencia", combatir la "corrupción" y apoyar a "sociedades civiles resilientes".

Estos objetivos funcionan como mecanismos de intervención normativa. Las iniciativas de asistencia se condicionan a la adopción de reformas institucionales alineadas con los estándares de gobernanza estadounidenses, reproduciendo un patrón en el cual Washington define la legitimidad política de los gobiernos de la región.

Un elemento clave del documento es la idea de que Estados Unidos debe asegurarse de que el mundo siga siendo "seguro para la democracia”, lo que en la práctica significa preservar su primacía geopolítica.

La teoría de la "seguridad para la democracia" opera como un paraguas conceptual para justificar intervenciones preventivas, ya que identifica como amenazas no solo a actores militares o terroristas, sino a sistemas políticos alternativos, modelos de desarrollo distintos o alianzas geopolíticas que reduzcan la influencia estadounidense.

La ESN 2022 reitera que Estados Unidos trabajará para fortalecer alianzas, pero exige que los socios "alineen prioridades", un eufemismo a la cooperación pues, aparece entonces supeditada a la adopción de políticas internas y externas compatibles con los intereses de Washington, desde transiciones energéticas diseñadas bajo criterios estadounidenses hasta limitaciones a la tecnología china.

La esquizofrénica nueva estrategia 2025

La Estrategia de Seguridad Nacional 2025 de la administración Trump constituye uno de los documentos más doctrinarios y transparentes sobre la concepción imperial de Estados Unidos.

En contraste con estrategias anteriores que intentaron revestir su hegemonía en un lenguaje multilateralista o normativo, esta versión expone sin ambigüedades la arquitectura ideológica del excepcionalismo estadounidense, anclada en su propia genealogía imperial: el Destino Manifiesto, la Doctrina Monroe y el Corolario Roosevelt.

El texto reconoce explícitamente estos cimientos históricos y busca actualizarlos bajo un nuevo "Corolario Trump", concebido como un mandato geopolítico para restablecer la supremacía absoluta de Estados Unidos en el Hemisferio Occidental.

Un corolario no crea un nuevo paradigma, en cambio lo amplía, lo radicaliza y le otorga un mecanismo operativo. Así lo hizo Roosevelt y así lo hace Trump en 2025 al reapropiarse de la tradición Monroe y llevarla a sus últimas consecuencias.

El propio texto presidencial afirma que "mi Administración reafirma esta promesa bajo un nuevo ‘Corolario Trump’ de la Doctrina Monroe: que el pueblo estadounidense —no las naciones extranjeras ni las instituciones globalistas— siempre controlará su propio destino en nuestro hemisferio".

Esta formulación redefine el concepto de soberanía en términos funcionales al proyecto imperial. En la ESN 2025, la soberanía ya no se concibe como un atributo de cada Estado nacional, sino como una atribución jerárquica y extensiva del propio poder estadounidense sobre la región.

En esta lógica, el continente es presentado como un espacio de jurisdicción estratégica ampliada, una zona de control expansivo, cuya estabilidad, orientación política y arquitectura normativa deben estar alineadas con los intereses de Washington.

La estrategia opera bajo la premisa de que Estados Unidos no es un Estado más dentro del sistema, sino un supra-Estado, investido con la facultad de ordenar, supervisar y corregir el comportamiento del resto de las unidades políticas regionales.

En este marco, la soberanía deviene asimétrica y condicionada. Estados Unidos se adjudica para sí la condición de único sujeto soberano pleno, mientras que las demás naciones del hemisferio son tratadas como soberanías derivadas, subordinadas y dependientes, cuya validez práctica está medida en términos de su alineamiento con las prioridades estratégicas estadounidenses.

Toda tentativa de autonomía, ya sea por proyectos nacionales de desarrollo, diversificación geopolítica o cooperación con potencias extrahemisféricas como China y Rusia, es recodificada como una amenaza que habilita mecanismos de presión, intervención o disciplinamiento.

En suma, esta reinterpretación de la soberanía convierte al hemisferio en una extensión funcional del territorio político estadounidense, estructurando un orden donde la legitimidad de cada Estado está mediada por su grado de obediencia.

El texto sostiene que Estados Unidos "negará a competidores no hemisféricos la capacidad de posicionar fuerzas, capacidades amenazantes o controlar activos estratégicamente vitales en nuestro hemisferio", lo que implica que cualquier puerto, mina, telecomunicador, infraestructura energética o financiera que no esté bajo su órbita constituye una amenaza que puede justificar intervenciones directas o indirectas.

Asimismo, la lógica de intervención se manifiesta en dos mecanismos: reclutar y expandir.

Reclutar implica seleccionar gobiernos que actúen como nodos de contención migratoria, antidrogas o de vigilancia marítima.

Expandir significa ampliar esa red de socios funcionales al proyecto de supremacía hemisférica.

En ambos casos, las relaciones se organizan bajo un modelo claramente feudal debido a que Estados Unidos ocupa la posición del señor territorial que dicta obligaciones y otorga recompensas o impone castigos; los aliados deben asumir tareas de "responsabilidad regional", "alinear sus controles de exportación" y "armonizar sus políticas" para ganarse el acceso a beneficios militares, tecnológicos y comerciales, o de lo contrario, los reclutas deben evitar embates.

Es decir, la diplomacia estadounidense se estructura como un sistema de vasallaje moderno, donde la subordinación estratégica es la moneda de cambio.

Este modelo se complementa con un clima de coerción permanente pues, se condicionan acuerdos comerciales, transferencias tecnológicas, cooperación militar y asistencia económica a la expulsión de empresas chinas, distanciamiento con Rusia o adopción de políticas internas favorables a los intereses estadounidenses.

Y que la estrategia indica que los términos de cualquier alianza dependerán de "la reducción de la influencia externa adversaria". En otras palabras, la lealtad hemisférica debe demostrarse aislando a China y Rusia, incluso si esos países ofrecen opciones de financiamiento, infraestructura o inversión más atractivas.

El documento plasma explícitamente mecanismos de presión, intervención y disciplinamiento para garantizar que la región funcione como un corredor de recursos estratégicos, infraestructura crítica y capacidades productivas al servicio de la reindustrialización y la seguridad económica de Estados Unidos.

La ESN 2025 también redefine el uso de la fuerza dentro de parámetros más amplios.

La retórica de "paz mediante la fuerza" se traduce en una disposición a la acción punitiva "rápida y decisiva", incluyendo operaciones letales o despliegues militares en la región, bajo el argumento de proteger la seguridad nacional.

Aunque la estrategia afirma poseer una "predisposición al no intervencionismo", inmediatamente reconoce que esta no puede aplicarse cuando los intereses estadounidenses estén en juego. El principio rector, por tanto, no es la no intervención, sino la intervención selectiva legitimada como defensa preventiva.

En coherencia con esta visión, la estrategia considera que el equilibrio de poder global debe evitar que cualquier potencia emergente (y en particular China) pueda reorganizar espacios estratégicos claves.

China es descrita como un actor que se benefició del "orden internacional basado en normas" para enriquecerse y competir, lo cual, según el documento, constituye evidencia de que el sistema debe reequilibrarse o renegociarse.

La idea subyacente es que las normas internacionales son válidas solo en la medida en que sirven a la primacía estadounidense. Cuando no lo hacen, la estrategia promueve un sistema bilateral coercitivo, orientado por acuerdos transaccionales que aseguren que los Estados actúen dentro del marco de intereses definidos por Washington.

Por último, la ESN 2025 se presenta como una reafirmación de un liderazgo que no busca compartir poder, sino disciplinarlo. Trump afirma que "Estados Unidos jamás flaqueará en la defensa de nuestra patria, nuestros intereses ni el bienestar de nuestros ciudadanos", y que su deber histórico es "proteger nuestro legado nacional de autogobierno contra toda amenaza interna o externa".

Esta retórica presenta la hegemonía estadounidense como un deber moral, y la imposición de su criterio sobre el hemisferio como un acto de protección civilizatoria.

En conjunto, la Estrategia de Seguridad Nacional 2025 constituye la expresión más clara del proyecto imperial estadounidense en el siglo XXI: un documento que reivindica sus doctrinas fundacionales, reafirma su voluntad de control hemisférico, trata a los aliados como vasallos funcionales, redefine la soberanía de forma asimétrica y despliega una diplomacia coercitiva que busca expulsar del continente a sus rivales geopolíticos.

El "Corolario Trump" es la formalización doctrinaria del retorno más explícito de la Doctrina Monroe desde la Guerra Fría, y un testimonio del esfuerzo estadounidense por preservar su hegemonía ante el avance del mundo multipolar.

La orientación de esta edición se desarrolla dentro de un escenario global que, como señalaba la ESN 2017, ha cambiado significativamente por el desplazamiento relativo del poder hacia China y Rusia, que "obliga" a Estados Unidos a tomar medidas extremas para restaurar su primacía, comenzando por la región.

Aunque la ESN 2025 adopta un tono menos confrontativo en la retórica hacia los países rivales (China y Rusia), mantiene la lógica de secuenciación estratégica: primero asegurar el control de la región, luego reorganizar sus economías y recursos, y finalmente proyectar poder hacia rivales estratégicos, siendo China el adversario máximo a contener.

El documento combina un enfoque eclectico con un principio fundamental: "America First". Esto se traduce en medidas pragmáticas, realistas, flexibles y adaptadas a las oportunidades que convengan a Washington.

En suma, la ESN 2025 despliega un proyecto integral de hegemonía hemisférica, donde América Latina y el Caribe son transformados en un espacio funcional al desarrollo estratégico estadounidense, y la intervención, diplomática, económica o militar, se presenta como un imperativo para preservar la centralidad global de Washington, como un sistema solar, sin maquillaje alguno sobre su cosmovisión imperial.

En los últimos diez años la continuidad doctrinal estadounidense persiste como una mutación táctica. El sustrato imperial permanece intacto mientras las formas y los objetivos operacionales se reajustan para maximizar eficacia dentro del nuevo equilibrio mundial.

Lejos de una "ruptura", lo que se observa es una reconversión pragmática de instrumentos y prioridades: menos retórica cosmopolita, más focalización regional, menos gestos multilaterales de normalización, más herramientas coercitivas selectivas destinadas a garantizar que el hemisferio funcione como el vivero estratégico del poder estadounidense.

Esta lectura, muestra que la metamorfosis no es ontológica y que su finalidad última sigue siendo la preservación de la primacía de Washington.

El rasgo distintivo de la etapa más reciente es la reasignación del centro de gravedad estratégico hacia el perímetro hemisférico: recuperar espacios de influencia, reactivar redes de subordinación y consolidar un "sistema" regional que permita a Estados Unidos recuperar aliento y reacomodarse para la confrontación de mayor escala contra su rival estratégico.

En ese proceso cambian las prioridades operativas (más presión económica, diplomacia condicionada, presencia militar selectiva, alianzas "funcionales" y vetos a la presencia extrarregional) y, simultáneamente, se renueva la narrativa legitimadora, ya sin las viejas caretas, que transforma los instrumentos en fines de política.

Es una recalibración para ganar tiempo y espacio político, con la mira puesta en neutralizar el avance de China y en contener a otros actores capaces de disputar la jerarquía.

Este giro no es inocuo respecto del derecho internacional pues, al convertir el hemisferio en una esfera de control preferente y al enunciar la primacía de intereses domésticos como principio rector, la doctrina operacional se instala de facto por encima de los marcos jurídicos que, en teoría, regulan la soberanía igualitaria.

La lógica es clara y brutalmente descarada, si el orden internacional "basado en reglas" no produce los resultados que Washington requiere, entonces se impone de facto un sistema "Estados Unidos Primero", donde prevalece lo que convenga a sus intereses estratégicos. En consecuencia, se privilegia un orden transaccional y coercitivo, aplicado con una mezcla de pragmatismo y desdén por los formalismos jurídicos que el propio texto admite sin pudor.

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