Mar. 30 Abril 2024 Actualizado 1:51 pm

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El Grupo de Lima aglutinó 14 países de América Latina y el Caribe que compartían un sentimiento antivenezolano (Foto: Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia)

¿Milei en busca de un Grupo de Lima 2.0?

¿Es factible la irrupción de un nuevo Grupo de Lima? Sí, indiscutiblemente. La posibilidad de que algunos países acuerden posicionarse de una manera específica en ciertos temas puntuales es la base de lo que conocemos como multilateralismo y la aspiración de construir de forma dialogada y consensuada posturas regionales acerca de asuntos específicos es cierta y deseable, bien sea para el abordaje del cambio climático, la defensa de la Amazonía, las negociaciones comerciales en bloque y, ¿por qué no?, como ya ocurrió, enfilarse contra Venezuela.

Y, aunque una ofensiva así contravendría los principios más elementales del Derecho Internacional y del relacionamiento político entre los Estados, es una realidad a la que desde Venezuela deberíamos estar preparándonos, no solo por los llamados de los actores políticos más extremistas de la oposición venezolana de involucrar, tozudamente, la comunidad internacional en temas que son exclusivos de las y los venezolanos, sino también porque hay factores a escala internacional entusiasmados en inmiscuirse por una afinidad ideológica con esa oposición extremista venezolana ante un eventual cambio de administración en la Casa Blanca y, en consecuencia, que se produzca una modificación también en la política hacia Venezuela.

De lo primero nos tiene acostumbrados esa oposición que históricamente pide sanciones, intervenciones militares y aislamiento internacional, en especial María Corina Machado, quien no oculta su cabildeo internacional contra el país. De lo segundo, se pensó superado el penoso episodio cuando un grupo de países latinoamericanos y caribeños claramente alineados con Estados Unidos intentaron aislar a Venezuela entre los años 2017-2020, pero tras las declaraciones del presidente argentino Javier Milei, se evidencia que hay gobiernos añorando que ese escenario se repita.

La importancia de la discusión no versa sobre lo correcto o incorrecto de tal medida, esa frontera ha quedado borrada cuando presenciamos el genocidio israelí sobre el pueblo palestino sin que la comunidad internacional tome medidas efectivas para evitarlo, o cuando asistimos al bombardeo israelí del consulado iraní en Damasco, que violan las normas más elementales de convivencia entre los Estados. El problema con la edición de un Grupo de Lima 2.0 radica en su viabilidad/efectividad, más aun en las implicaciones que para América Latina y el Caribe tendría tal accionar.

Resucitar el fracaso

En su versión original, surgida con la Declaración de Lima del 8 de agosto de 2017, los objetivos planteados por sus integrantes eran claros: generar las condiciones para una transición pacífica y negociada en Venezuela. Así, el desconocimiento de la institucionalidad del Estado venezolano fue transversal durante el funcionamiento del Grupo de Lima, y a pesar de que las medidas bilaterales que tomaron sus miembros no fueron homogéneas, Caracas resintió con mayor rigor las de los países que bloquearon, confiscaron y se prestaron para el robo de sus activos —Monómeros del Caribe, deuda con Paraguay, Bandes Uruguay, por solo citar algunos—.

Y si bien los objetivos planteados por la instancia no fueron alcanzados y la transición por la que trabajaron nunca llegó, el Grupo de Lima se convirtió en una oda al fracaso del multilateralismo latinoamericano porque evidenció la desorientación geopolítica de la región y su introyectada dependencia a los Estados Unidos, que lo vio siempre como una correa de trasmisión o caja de resonancia de sus políticas contra Venezuela, cuya deleznable consecuencia sentó las bases de desconfianza entre los países de América Latina y el Caribe.

De allí que un Grupo de Lima 2.0, actualizado y quizá con objetivos más "creíbles o viables", sea material y políticamente posible, en un contexto actual cuando factores extremistas presiden gobiernos en algunos países de la región que han anunciado, como recientemente lo hizo el presidente Javier Milei, estar dispuestos a aplicar sanciones y tratar de convencer a otros países de que se sumen a tal iniciativa, porque a su entender en Venezuela hay una dictadura de la que habría que salir.

Sin embargo, pensar que las políticas regionales de "máxima presión" sobre el gobierno venezolano ahora sí tendrán efecto, ya no solo de aislar política y diplomáticamente al presidente Nicolás Maduro sino además contribuir al "fin del régimen", es cuando menos iluso. Esto demuestra una profunda ignorancia sobre el verdadero alcance de esas medidas, que a diario siguen demostrando su fracaso.

Venezuela ha logrado sortear, con esfuerzo propio, el efecto devastador de las medidas coercitivas unilaterales, no sin resentir las consecuencias propias que le impone el régimen de sanciones de Estados Unidos aplicado desde la administración de Barack Obama, profundizado durante la presidencia de Donald Trump y que ha continuado el presidente Joe Biden.

No es que Venezuela sea inmune a este tipo de medidas —como las planteadas por el presidente Milei y el extinto Grupo de Lima—, al contrario: desde un enfoque diplomático y de cooperación, el principio de buena vecindad y las buenas relaciones con los países cercanos son necesarios para potenciar el desarrollo nacional y regional de un Estado, pero no indispensables para el sostenimiento de un país, mucho menos de uno como Venezuela que ha invertido los últimos 25 años de existencia republicana en la construcción de unas relaciones internacionales multipolares y pluricéntricas.

Las balanzas comerciales pueden cambiar a velocidades sorprendentes al igual que los flujos de inversión; quien es hoy nuestro principal socio comercial puede no serlo mañana, como se ha demostrado en estos últimos años. Hoy en día vale más la estabilidad política como garantía económica, que las cercanías ideológicas entre los países.

Por eso no habría que sobredimensionar una supuesta reedición de la política de "máxima presión" y aislamiento sobre Venezuela por parte de algunos países de América Latina y el Caribe; en un contexto de transición y cambio de un orden internacional a otro, Caracas cuenta con los aliados necesarios para hacer frente, como lo viene haciendo desde hace tiempo, a esos intentos de cerco. Pero eso no debe llevarnos a un ejercicio de irreflexividad que nos obnubile de objetivos estratégicos a los cuales Venezuela debe apostar como proyecto de nación.

Dónde estaría la afectación

El impacto primero de un proceso de reedición de la política de aislamiento político y diplomático a través de un Grupo de Lima 2.0 se ubicaría, sin duda alguna, en las y los migrantes venezolanos que necesitan mantener un vínculo, por lo menos mínimo, a través de las oficinas consulares, con las instituciones del Estado venezolano y que se vería afectado ante un rompimiento de relaciones.

Sin embargo, es importante señalar que ningún país de la región, incluido Estados Unidos, como se viene observando desde finales del año pasado, puede hacer frente al fenómeno migratorio de forma seria, obviando a Venezuela y, por ende, a su gobierno.

De esta manera, el enrarecimiento de las relaciones del país con sus vecinos latinoamericanos y caribeños sin duda alguna dificultaría la ya complicada situación de los connacionales que se encuentran fuera del país, que manteniendo su condición de migrantes no puedan ejercer sus derechos de ciudadanía que les otorga el Estado venezolano.

Es probable, también, que las operaciones de la aerolínea estatal venezolana Conviasa, así como las privadas que mantienen actividad internacional, se vean afectadas en los países que asuman esa postura, lo que impactaría de igual manera en la comunidad de venezolanos y venezolanas que se encuentran en dichos países y que perderían conectividad directa con Caracas.

No obstante, donde se verá un daño que rozaría en lo irreparable a partir de la implementación de un Grupo de Lima 2.0 es en el proyecto de integración que la región tiene tiempo posponiendo y que vería en este nuevo episodio una excusa más para su postergación. Primero, por una razón obvia, crecería la desconfianza tanto en Venezuela como también en otros Estados. Y luego, la ideologización de la política exterior de los países latinoamericanos y caribeños, entre los que no se podría construir relaciones duraderas, conduciría, a cada cambio de gobierno, hacia la instrumentalización de la política exterior.

En ese escenario sería imposible concretar algún proyecto de integración, incluso del tipo económico, porque según la ortodoxia neoliberal no debería verse involucrada ninguna valoración política, ni mucho menos ideológica.

En ese escenario, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) correría el mismo destino de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) al entrar en una especie de parálisis e inmovilidad que sentenciaría su viabilidad, bien sea por el mismo boicot de países que no querrían comulgar en espacios político-diplomáticos donde participe Venezuela, bien fuera por un interés estratégico de dar al traste de forma definitiva con esa posibilidad de integración soberana que se alcanzó en torno a la Celac.

Las recientes declaraciones de Milei confirman que se está convirtiendo en la correa de transmisión de Estados Unidos en la región, como en su momento lo fue Macri, alineándose con la histórica injerencia estadounidense en América Latina y el Caribe. No son casuales los ataques recientes a Venezuela y otros países que, con sus particularidades, actúan con autonomía respecto de las imposiciones de Washington. Esta arremetida se produce en un contexto de retroceso del dólar como moneda de referencia en las grandes transacciones internacionales.

En ese sentido Venezuela debe comenzar a diseñar su apuesta de mitigación a estos dos efectos que mencionamos con anterioridad. El primero: diseñar mecanismos que permitan mantener un vínculo directo con los ciudadanos venezolanos que permanecen en el exterior, quienes podrían verse afectados por este tipo de políticas, tal vez basada en los beneficios del gobierno digital.

Con relación al proyecto de integración regional, mandatado por la Constitución nacional, Venezuela debe potenciar mecanismos de integración como el ALBA-TCP. Es menester procurar volverlo más efectivo y apalancar su impacto económico en la medida en que logre convertirlo en más que el simple foro de concertación política al que ha estado circunscrito en este último lustro.

Venezuela cuenta con la experiencia y la capacidad para sortear un nuevo escenario que emule el que ocurrió con el Grupo de Lima a partir de 2017. No obstante, debe iniciar una estrategia coordinada y planificada que permita mitigar los efectos que la nueva aventura injerencista pretende imponer, y de esta forma garantizar los derechos a las y los venezolanos en el extranjero, así como consolidar los espacios donde todavía tiene presencia.

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