La economía venezolana atraviesa hoy una fase paradójica: mientras el país enfrenta una escalada sin precedentes de amenazas militares, financieras y simbólicas —incluida la reciente designación estadounidense del gobierno venezolano como "organización terrorista internacional"—, los datos macroeconómicos evidencian una dinámica de recuperación sostenida.
No es tan solo un repunte coyuntural ni una mera estabilización transitoria. Se trata, sobre todo, de una reconfiguración profunda del metabolismo económico nacional, anclada en la producción doméstica, la sustitución de importaciones y la reactivación de cadenas productivas endógenas.
Esta transformación no responde a ciclos externos favorables, ni a bonanzas petroleras repentinas, sino a una estrategia deliberada de reconstrucción material, cuyos primeros frutos ya se materializan en la cotidianidad productiva del país.
Metabolismo en transformación
La economía venezolana ha registrado 18 trimestres consecutivos de crecimiento positivo —un hito sin antecedente en la última década—, con un avance interanual del 8,71% en el tercer trimestre de 2025 y una proyección cercana al 8,5% para el cierre del año.
Pero más relevante que la magnitud del crecimiento es su naturaleza: se trata de una recuperación estructural, no especulativa, cuya tracción proviene del sector no petrolero —que creció 6,12%— y, especialmente, de actividades vinculadas a la transformación física de bienes y servicios.
Los sectores con mayor dinamismo son aquellos que reflejan una reactivación de la capacidad productiva instalada:
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Construcción: +16,40%
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Transporte y almacenamiento: +9,35%
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Manufactura: +8,98%
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Comercio y reparación de vehículos: +8,19%
Estos indicadores conforman una cadena donde la reactivación industrial impulsa el transporte, el transporte facilita la distribución, la distribución sostiene la actividad comercial y esta, a su vez, retroalimenta la demanda de bienes manufacturados.
En este encadenamiento, el comercio —y por extensión, el movimiento de bienes en el mercado interno— actúa como termómetro y amplificador de una tendencia más profunda: la recuperación de la capacidad de producir.
Un indicador simbólicamente contundente es que el 90% de los productos en los anaqueles de los abastos son de origen nacional. Es la materialización de una política de sustitución de importaciones que ha ido más allá de la emergencia.
Cada unidad producida con insumos locales no solo reduce la dependencia externa, sino que conserva divisas —es decir, evita que fluyan hacia el exterior en concepto de importaciones— y, en perspectiva, abre la posibilidad de generar ingresos externos si logra inserción exportadora.
El crecimiento, entonces, es un fenómeno material, no financiero o especulativo: se basa en toneladas de cemento producidas, kilómetros de carreteras rehabilitadas, unidades manufacturadas en plantas reactivadas y bienes distribuidos a lo largo del territorio.
Espacios económicos seguros
Esta recomposición productiva exige, sin embargo, coherencia en toda la cadena. Una planta que produce no basta si el comercio distorsiona sus precios, si la logística se sobrecarga por prácticas irregulares o si la confianza en el entorno económico se erosiona por decisiones individuales que privilegian la ganancia inmediata sobre la estabilidad colectiva.
Lo logrado por la industria nacional debe protegerse desde el ámbito comercial. No basta con fabricar; hay que distribuir con equidad, transparencia y apego a las reglas del juego común.
Por eso, la consolidación de espacios económicos seguros —entendidos como entornos donde predomina la predictibilidad, la legalidad y la reciprocidad— es una condición indispensable para que la recuperación no se estanque.
Esto implica, por ejemplo, utilizar la tasa de cambio referencial del Banco Central de Venezuela para las operaciones formales, evitar la sobrefacturación, respetar los acuerdos de precios justos y, sobre todo, reconocer que la estabilidad significa, en este punto, una infraestructura material sobre la cual se asienta toda inversión, empleo y crecimiento futuro.
En este sentido, el comercio no es un actor pasivo ni un simple intermediario: es un mediador estratégico. Cuando opera con responsabilidad, amplifica los logros de la producción; cuando lo hace con especulación, los erosiona.
La diferencia entre una economía que avanza y una que retrocede puede medirse, con frecuencia, en la ética de sus transacciones cotidianas.
Guerra híbrida y ficciones jurídicas
El contexto de esta recuperación no puede entenderse sin reconocer la gravedad de la ofensiva externa. Las amenazas recientes —incluyendo la propuesta de una "zona de exclusión aérea" y la designación arbitraria del gobierno venezolano como "organización terrorista internacional"— no son simples bravuconadas diplomáticas: son escalones en una estrategia de presión que busca, sin disimulo, allanar el terreno para una intervención directa.
Esta designación, impulsada por actores como Marco Rubio y basada en ficciones jurídicas sin sustento empírico, revela más sobre las contradicciones internas de la política exterior estadounidense que sobre la realidad venezolana.
Al etiquetar como "terroristas" a las autoridades legítimas de un Estado miembro de la ONU, Washington no solo viola el derecho internacional, sino que se enreda en un dilema autoimpuesto: si el interlocutor venezolano es un "terrorista", ¿cómo justificar el diálogo al que incluso Donald Trump ha expresado interés? ¿Cómo operan empresas como Chevron, Pepsi o Coca-Cola en un país cuyo gobierno está catalogado como tal, sin incurrir en el delito de "apoyo material al terrorismo"?
La historia reciente enseña que detrás de estas medidas no hay una estrategia coherente, sino desesperación. Afganistán, Irak y Libia —donde también se prometió "liberación" y prosperidad— terminaron en colapso económico absoluto, fragmentación territorial y dependencia humanitaria.
En Venezuela, por el contrario, el Estado ha mantenido su integridad institucional, ha preservado su capacidad de articulación con actores económicos diversos y ha logrado, contra toda expectativa hostil, que la producción, el empleo y la distribución vuelvan a fluir.
Frente a esto, la respuesta no puede ser pasiva. Defender la economía es defender el territorio. Resistir el cerco financiero, rechazar la militarización del espacio aéreo y desmontar las narrativas falsas no son tareas secundarias: son actos constitutivos de soberanía.
Porque mientras haya fábricas produciendo, camiones circulando y establecimientos abastecidos con bienes hechos aquí, Venezuela seguirá siendo una posibilidad histórica en marcha.
Y en esa posibilidad, lo que cuenta no es la magnitud del ataque, sino la solidez del tejido que resiste.