Jue. 18 Abril 2024 Actualizado 6:45 pm

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Vladimir Putin y Joe Biden han acordado "mejorar" las relaciones entre sus países (Foto: Patrick Semansky / AP)
Sobre el encuentro Putin-Biden

¿Distensión o mera formalidad en una crisis imparable?

Estados Unidos se ha dispuesto a relanzar "su lugar" en la escena internacional. Tal como afirmara Joe Biden al asumir la presidencia, su país espera ejercer cabalmente el "liderazgo mundial" y por ello, durante esta semana, la agenda internacional estadounidense se ha movido con gran dinamismo en el Eje Atlántico y Europeo, llegando hasta Ginebra para que Biden se reuniera con Vladimir Putin.

Biden dejó la reunión del G7, la más sinofóbica de la que se tenga registro en años recientes, declarando que su país "ha vuelto a la mesa". La frase es más que oportuna si consideramos los episodios aislacionistas que Donald Trump impuso en su política exterior.

Ahora Biden, quien está hecho a medida del poder tradicional de su país, pretende restaurar las denominaciones unipolares del poder internacional, uniendo a los países del G7 contra China, reafirmando lazos con la Unión Europea (UE), con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y creando aparentes distensiones con Rusia, ya que no tiene más opciones con los rusos.

El encuentro en Ginebra

Dando por entendido que ya conocemos los elementos más sobresalientes de dicha reunión conviene analizarla más allá de lo declarativo.

La reunión tuvo lugar creando un paralelismo histórico y simbólico. El escenario del primer encuentro entre estos mandatarios, Ginebra, ya albergó el encuentro entre Ronald Reagan y Mijail Gorbachov, en noviembre de 1985, punto considerado como el inicio del fin de la Guerra Fría. No es para menos, cuando las relaciones entre ambos países han estado en franco deterioro y cuando Sergei Lavrov, el máximo diplomático de Rusia, ha tenido atinadas razones para señalar que los atlantistas han estado promoviendo retóricas y acciones propias de una reedición de la Guerra Fría.

Los acuerdos entre ambos mandatarios en materias de ciberseguridad, intercambio de prisioneros de alto perfil, temas nucleares, establecen -al menos por ahora- la posibilidad de que la relación entre ambos países pueda ser más fluida.

Un hecho indiscutible de esa posibilidad yace en el acuerdo en que los embajadores de ambos países puedan volver a funciones, reestableciéndose las relaciones entre las dos naciones acorde a términos regulares.

Sin embargo, el tema de Alexei Navalny, hoy a 24 días de su huelga de hambre, resultó un nudo crítico. Esto, porque el caso del supuesto activista opositor ha sido elemento base para que el gobierno estadounidense aplique medidas coercitivas unilaterales contra Rusia, supuestamente fundadas por razones de derechos humanos.

La construcción del gasoducto Nord Stream 2, ya a punto de culminar y que ha costado dolorosas "sanciones" para empresas rusas y europeas, que supone una pieza estratégica en la garantía de gas a Alemania y otros países de la UE, ha sido tratado con hermetismo y no hay evidencias sobre avances sólidos en la materia.

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Mesa de trabajo entre las dos delegaciones, en Ginebra, Suiza (Foto: Reuters)

Los países se mantuvieron inamovibles. En el caso de Estados Unidos, fue clara su postura sobre lo que denominan es la "integridad territorial de Ucrania", mientras Rusia ha mantenido su alerta sobre la extensión de la OTAN hacia sus fronteras, lo cual da peso al movimiento a gran escala de fuerzas militares dentro de su territorio.

El tema nuclear iraní y la presencia militar de Estados Unidos en Siria no mostraron mayor evolución más allá de la que desarrollaron ambos países en etapas anteriores, por un lado, mediante el pacto nuclear con la nación persa, y, en tiempos recientes, por la evolución de la presencia estadounidense en Siria.

Una pulseada sin un resultado evidentemente claro

El saldo más relevante en este encuentro ha sido el restablecimiento de relaciones y el reconocimiento de, tal como dijo Biden, "dos potencias orgullosas". En otras palabras, el saldo es de desescalada y de distensión.

Sobre este encuentro pesan nuevas gravitaciones, y es que, tal como debe entenderse a lo dicho por Biden, es Estados Unidos al que le urge "restaurar" hegemonía, la cual luce cada vez más comprometida, pues su sedimentación se aceleró significativamente en los cuatro años del mandato de Trump.

En cambio, Rusia se ha presentado a esta cita con una cartera de logros a contracorriente y a expensas de un eficiente uso de sus elementos de presión. La superación de gran medida de las "sanciones" contra Rusia, la superación de las obstrucciones al Nord Stream 2, el rol ruso en el desarrollo de la guerra en Siria, la posición de fuerza de Rusia al este de Ucrania y la recuperación plena de la Península de Crimea son claros inamovibles que explican que, a la larga, ha sido Rusia la que más ha logrado saldos favorables en su pulseo estratégico frente a Estados Unidos.

Sin embargo, tanto o más importante que los factores de presión entre ambos países, son los que están dentro de la política estadounidense.

En ellos hay dos factores que pueden influir en la agenda del gobierno de Biden con respecto a Rusia. Por un lado Anthony Blinken, quien podría trabajar a favor del establishment armamentista e ideológico tradicional en Washintgton, con la probabilidad de que los posibles avances de este encuentro queden inutilizados.

Por otro lado, William Burns, jefe de la Central Intelligence Agency (CIA) y antiguo embajador de Estados Unidos en Moscú, de enfoque pragmático y conocedor de los intereses de Rusia. En la reciente "Evaluación Anual de la Amenaza de la Comunidad de Inteligencia de Estados Unidos 2021", la CIA identificó en una dimensión real y claramente despojada de atavíos otanistas la intención de Rusia de sostener relaciones diáfanas con Estados Unidos en la medida en que este reconozca el área de influencia natural de ambas potencias, lo cual implica que Estados Unidos desista en la expansión de la OTAN hacia el este.

El factor China

La síntesis en la relación entre Estados Unidos y Rusia no está sujeta a las condiciones del mundo de 1985 en Ginebra, por más que la retórica recalcitrante de la Guerra Fría haya calado produndamente en el dicho y el proceder de los estadounidenses y su rusofobia, y por más paralelismos que intenten crearse.

En realidad, los tiempos geopolíticos han evolucionado a tal profundidad que el punto crítico de inflexión en las relaciones internacionales yace sobre Pekín ahora. Es el factor China el que será clave ahora para definir las relaciones entre Washington y Moscú y más allá de estos, entre Oriente y Occidente, lo cual supone una disputa civilizatoria que está ahora en desarrollo. Ya no hay un binomio histórico.

En el G7, Biden dialogó con las viejas potencias europeas, pero en este encuentro también se encontraban Sudáfrica e India, países emergentes invitados para unirse en los esfuerzos por contener al gigante asiático. Esto no quiere decir que estos hayan aceptado, pero asistieron en el entendido de que sería Washington quien impondría la agenda.

En su encuentro con la UE y la OTAN, Biden nuevamente convirtió el evento en otra parada sinofóbica y claramente colocó a Pekín en el centro, como la supuesta amenaza creíble para sostener el andamiaje industrial-militar de los atlantistas.

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Xi Jinping en un pleno del Partido Comunista gobernante en China (Foto: Agencia Xinhua)

Es evidente ahora que, ante unas condiciones claras de pérdida de hegemonía, Estados Unidos ve en el dinamismo de las relaciones internacionales de China, en su crecimiento económico, su poderío militar y su claro protagonismo internacional, una "amenaza creíble", por lo cual los esfuerzos serán intentar parar a China convirtiendo ello en una empresa multinacional.

La duda que se cierne en su encuentro con Putin yace en si los estadounidenses ofrecieron relaciones "estables" desde Washington a cambio de promover una separación entre Moscú y Pekín. La alianza entre Rusia y China, que en realidad fue forjada por las presiones estadounidenses contra ambos, supone un eje de fuerza económica, militar y política que se reviste en el mayor contrapeso de la hegemonía de Estados Unidos y sus aliados. Pero ahora los estadounidenses podrían pretender desmembrarlos por separado aislando a China.

Si Estados Unidos se dispone ahora a generar un desbalance, bien entiende que es Rusia el que puede definirlo. Pero para ello el acercamiento a las "líneas rojas" de los rusos va a ser el factor de presión de los estadounidenses, lo han entendido así desde hace mucho y ello reviste en un conjunto de posibilidades, pues han labrado los mecanismos de presión mediante la militarización de Europa del Este durante décadas y estos pertrechos in situ son piezas multidireccionales y polifuncionales de presión contra Moscú.

Más allá de la presión militar, la presión económica es un factor de peso que ha adversado a Rusia. Aunque el país no ha sucumbido de manera dramática a las "sanciones" de Estados Unidos y la UE, es cierto que a la larga estas presiones se han vuelto un inconfundible peso al crecimiento real de la Federación. Mientras que las relaciones con China han estado segmentadas en ámbitos muy específicos en colaboraciones energéticas y militares que, aunque han sido de gran alivio para los rusos, no sustituyen el "mercado natural" histórico de los rusos en Europa del Este y Occidental.

La complejidad en las relaciones entre ambos países va más allá del tono distendido, respetuoso y hasta cordial de los dos mandatarios. China no fue mencionada en las declaraciones de prensa por parte de los mandatarios, y hay claras dudas sobre si el tema fue tratado o no, pero es el factor de peso a mirar más allá de la reunión entre ampos presidentes.

Las posibilidades a largo plazo

El desarrollo de las relaciones entre Washington y Moscú tiene los antecedentes históricos de que han estado sujetas a los cada vez más intrincados giros de intereses y actores en suelo estadounidense, mientras que la política exterior y los intereses de Rusia han estado claros y delimitados tanto en sus capacidades como en el alcance.

Para Rusia han sido más de 20 años de relaciones internacionales con Vladímir Putin al frente, y ahora suma al quinto presidente estadounidense con el que estrecha su mano. Todo ha concurrido en un proceso de evolución de relaciones donde han sido los estadounidenses quienes han tenido que implementar cambios de ritmo, dado que el carácter simultáneo de su política de Estado en varios frentes ha evolucionado entre guerras y presiones multidireccionales, tanto a sus adversarios, como hasta a sus mismos aliados.

Evidentemente, las posibilidades de que las relaciones sufran un nuevo revés son grandes. En efecto, no podría considerarse este encuentro como un punto de superación de la crisis, sino como una distensión o pausa del mayor punto de crisis en la relación entre ambos países en años.

La fuerza de gravedad y la singularidad que tienen las relaciones entre ambos países está determinada también por los riesgos y posibilidades de arrastre que se pueden generar desde la política exterior estadounidense. El declive hegemónico de Estados Unidos ha hecho de la política exterior estadounidense un bucle, un factor de riesgo que se ha denominado por sus elementos imprevisibles, sobrevenidos y construidos sobre la coyuntura. Algo que contrasta con la linealidad de los rusos o, más bien, de Putin.

La gran pregunta hoy es si este encuentro entre mandatarios puede parar el auge de una Guerra Fría en pleno vigor. Debemos asumir que no, pues esto solo puede desescalar tensiones y reacomodar algunos términos. Estados Unidos ha decaído demasiado y Rusia se ha levantado demasiado para que alguno de los dos simplemente desista.

Por otro lado, China, el factor clave en la ecuación de las proporciones del poder mundial, ha asumido un lugar en la recomposición de las relaciones de poder, y es por defecto el factor que determinará los equilibrios. Simplemente es imposible excluirla de este marco de probabilidades.

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