Desde 1971 Washington presenta la "guerra contra las drogas" como pilar de su política exterior y de seguridad interna. Detrás de ese enunciado opera una red de complicidades dentro del propio Estado.
El eje es el nexo drogas-armas: la mercancía asciende al norte y el armamento regresa al sur por los mismos carriles.
Bajo esa etiqueta coexisten marcos legales para la venta de armas, circuitos financieros y operadores privados que sostienen un flujo bidireccional de baja fricción. Más que erradicarlo, el sistema lo administra.
Arquitectura del puente EE.UU.-carteles
El exdiplomático e investigador canadiense Peter Dale Scott, en su artículo "Washington y la política de drogas", ubica el corazón financiero y externo de esta máquina en dos teatros complementarios. Primero, la frontera afgano-pakistaní: a partir de 1979 ese corredor pasa de marginal a hegemónico y, para 1984, aporta alrededor de 52% de la heroína que ingresa a Estados Unidos; el Banco de Crédito y Comercio Internacional —el BCCI— actúa como nudo de lavado y engrase de fondos para la guerra y el contrabando, con los servicios secretos pakistaníes (ISI) como socio operativo.
Después, el istmo centroamericano: Honduras se vuelve "bisagra" aérea en los ochenta y, según Scott, por allí entra al menos una quinta parte de la cocaína consumida en Estados Unidos, con flotas civiles como Setco integradas en una logística que mezcla vuelos, bodegas y protección institucional.
En ambos frentes, insiste Scott, la clave es la estandarización de un proceso en el que finanzas, transporte y cobertura convergen para convertir rutas en infraestructura.
El periodista J. Jesús Esquivel, en Los narcos gringos, explica que en Estados Unidos existe toda una red para recibir la droga y transformarla en dinero que regresa a los cárteles, donde el papel central lo tienen los brokers: intermediarios que manejan el dinero con muchas cuentas a nombre de prestanombres y depósitos pequeños para no levantar sospechas, y cobran alrededor de 10% de comisión; alrededor de ellos funcionan narcobodegas usadas pocas veces, camioneros y empleados sobornados que esconden la mercancía en cargamentos normales, y transportistas de dinero —mujeres, jubilados o parejas discretas— que llevan el efectivo con GPS hasta la frontera, todo bajo un esquema diseñado para no llamar la atención.
Esquivel señala que, así como la droga sube hacia Estados Unidos, las armas bajan hacia México siguiendo la misma estrategia: compras legales en armerías con documentos en regla, intermediarios que adquieren lotes a nombre de otros, "hormigas" que cruzan rifles por partes en autos familiares y bodegas espejo en el sur donde se recibe y reparte todo. Muchas veces, los mismos vehículos que llevan droga regresan cargados de armas, en una logística de doble vía.
Ese circuito material tiene un vector militar que lo potencia. El libro El cártel del Fort Bragg de Seth Harp revela que desde bases militares de Estados Unidos como Fort Bragg, Fort Campbell y Twentynine Palms se han robado o desviado explosivos C-4, rifles y visores nocturnos hacia el mercado negro e, incluso, hubo intentos de usar aviones militares para transportar cocaína, como ocurrió en 2018 en un vuelo desde Bogotá. Cuando hay fallas de control en las unidades de élite, todo ese material termina alimentando la misma red que describe Esquivel.
El resultado es una arquitectura de doble vía donde la droga sube, las armas bajan y, en el centro, una banca complaciente convierte mercancía en dinero y dinero en más mercancía.
"Antidrogas" para financiar la contrainsurgencia
La guerra contra las drogas ha funcionado como una cobertura estratégica para operaciones de contrainsurgencia en América Latina. Desde la década de los setenta Estados Unidos reconvirtió sus recursos, que antes se destinaban a la ayuda militar directa a las fuerzas represivas, hacia la "ayuda antidrogas".
Peter Dale Scott explica la forma en que en países como México y Perú las fuerzas de seguridad fueron cooptadas por los propios cárteles de droga. En México Miguel Nassar Haro y la Dirección Federal de Seguridad (DFS) operaban con la protección de la CIA, mientras en Perú Vladimiro Montesinos, a través del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), utilizó la lucha contra las drogas como excusa para eliminar opositores políticos, al mismo tiempo que protegía las redes de narcotráfico.
Esta alianza entre las agencias de inteligencia estadounidenses y los aparatos de represión locales se convirtió en una forma de blindar a actores corruptos en los países aliados de Washington, todo bajo la justificación de la lucha contra el narcotráfico.
El BCCI es otro ejemplo clave de la connivencia institucional entre Estados Unidos y el narcotráfico. Este banco, explica Scott, lavó millones de dólares provenientes del tráfico de drogas y financió operaciones de contrarrevolucionarios y narcotraficantes. El Departamento de Justicia de Estados Unidos fue señalado por obstruir investigaciones sobre el banco durante los años 80 y 90, lo que demuestra que el sistema de justicia estaba más enfocado en proteger a los factores cruciales que en combatir efectivamente el narcotráfico.
Harp menciona en su investigación que la militarización de los conflictos ha llevado a la formación de grupos paramilitares con formación estadounidense, como es el caso de Los Zetas, nacidos como una unidad del ejército mexicano entrenada por fuerzas especiales de Estados Unidos en Fort Bragg. Después de su deserción, Los Zetas se convirtieron en una de las organizaciones paramilitares más violentas del crimen organizado.
A lo largo de este proceso, los robos de armamento desde bases estadounidenses, como Fort Bragg y Fort Campbell, abastecieron los carteles de armamento de alta gama, creando una "corriente de hierro" de recursos que cruzaban la frontera, alimentando el mercado negro de armamento y narcóticos.
¿Quién paga la cuenta?
El impacto social interno de la guerra contra las drogas ha sido desproporcionado, especialmente en comunidades afroamericanas y latinas. Desde 1971, cuando Richard Nixon decretó oficialmente la guerra, el encarcelamiento de afroamericanos por delitos relacionados con drogas se multiplicó por más de siete veces. Este incremento no solo tiene que ver con el endurecimiento de las sentencias mínimas obligatorias de 1986, sino con una aplicación selectiva de la ley, que se concentró principalmente en las minorías étnicas a pesar de que representan solo 12% de los consumidores de drogas, pero 34% de las detenciones.
Esta disparidad es evidente en el sistema penal, donde los eslabones más débiles son sistemáticamente criminalizados, mientras los grandes actores del narcotráfico permanecen fuera del radar.
Esquivel pone de manifiesto esta realidad subrayando que el sistema de justicia penal excluye a aquellos que más vulnerablemente se ven atrapados en la cadena del narcotráfico. En la base operativa, describe cómo las pandillas se han convertido en los "albañiles" del menudeo, fundamentales para la distribución de heroína en las principales ciudades de la Costa Este. Además, la corrupción local es clave: hay policías que avisan sobre redadas y agentes de la CBP (Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos) que, a cambio de sobornos, permiten el paso de droga por los carriles de entrada.
La política estadounidense también cubre a aquellos actores estratégicos a escala internacional. Scott ejemplifica cómo la "ayuda antidrogas" se utiliza para fortalecer regímenes aliados con implicaciones directas en actividades ilícitas. En Colombia, por ejemplo, los 65 millones de dólares en equipo militar enviados en 1989 no fueron destinados a la interdicción de drogas, sino a operaciones de contrainsurgencia.
Scott también destaca el caso del sindicato de Guillermo Tabraue quien, mientras lavaba dinero de marihuana y cocaína, trabajaba como informante de la DEA.
Esto pone de relieve la manera en que el narcotráfico se integra en la política exterior de Estados Unidos, en una doble moral que, en nombre de la lucha contra las drogas, protege estructuras que perpetúan el tráfico.
Lo que queda al cierre no es una guerra sino un engranaje estable con sede en Estados Unidos. El propio andamiaje legal y financiero sostiene el negocio mientras la etiqueta "antidrogas" cubre su funcionamiento.
Visto así, Washington aparece como arquitecto y beneficiario del sistema que dice combatir.