Luego de la designación de los nuevos rectores del Consejo Nacional Electoral (CNE) por parte del Tribunal Supremo de Justicia, a raíz de la omisión legislativa de la Asamblea Nacional, el partido antichavista Acción Democrática (AD) se ha visto envuelto en una poderosa crisis interna y de liderazgo.
Como ya se abordó en una nota publicada en esta tribuna, el conflicto inició con una exigencia de referéndum interno del dirigente de la tolda blanca, Bernabé Gutiérrez, con el objetivo de dirimir si el partido debe asistir o no a las venideras elecciones parlamentarias.
Henry Ramos Allup, un cacique con 20 años al frente de la organización, tomó la decisión de no asistir a los comicios, siendo respaldado por diputados y cuadros dirigentes del partido.
Ante esto, dos militantes de AD, Otto Marlon Medina Duarte y Jesús María Mora Muñoz, introdujeron una acción de amparo constitucional en el TSJ.
La acción fue respondida por la Sala Constitucional del máximo tribunal, que dictaminó la suspensión de la directiva actual de Ramos Allup y la instalación de una mesa directiva ad hoc, encabezada por Bernabé Gutiérrez, para reorganizar la estructura del partido y a su vez autorizó el uso de la tarjeta electoral de AD en las elecciones parlamentarias.
Pero el camino que llevó al punto clímax el conflicto interno de AD viene repleto de contradicciones, circunstancias políticas y otros factores externos que han intervenido en la realidad actual de la organización.
Y es que a lo largo de su historia como formación política, AD ha tenido muchas caras.
Protagonizó un golpe de estado en 1945 contra el gobierno democrático del general Isaías Medina Angarita, acto que vendió como la “revolución de octubre”. De ahí viene la idea de que la tolda blanca es el primer partido de masas en el país.
El denominado “trienio adeco” asumió el gobierno hasta 1948, cuando fue derrocado el presidente y gloria de las letras venezolanas, Rómulo Gallegos, por una insurrección de militares al mando de Carlos Delgado Chalbaud.
Según AD, el trienio representó el principio de la democracia venezolana, sin embargo, esa narrativa suele ocultar el proceso de democratización que adelantaba el gobierno de Angarita, quien legalizó los partidos políticos y abrió paso a un conjunto de libertades públicas constreñidas desde la dictadura de Juan Vicente Gómez.
Luego de la caída de la dictadura de Marco Pérez Jiménez en 1958 tras la revuelta popular del 23 de febrero, AD se convirtió en el partido clave del Pacto de Punto Fijo que instauró el nuevo sistema democrático-representativo en el país.
La dinámica de la Guerra Fría y su afiliación a los intereses estadounidenses determinó la política de AD, tanto a nivel interno como externo.
Excluyó al Partido Comunista de la ecuación de poder del nuevo sistema político y años después propaló las sanciones contra Cuba desde la OEA luego de la caída del dictador Fulgencio Batista a manos del Movimiento 26 de julio, lo que le valió la ruptura con el partido URD, también firmante del Pacto de Punto Fijo.
De esta forma, AD erigió un sistema bipartidista (junto al partido cristiano COPEI) que tenía como pacto fundamental, en sus primeros años, la derrota política-militar de la lucha guerrillera impulsada por los comunistas, la compra de la paz social con el dinero del petróleo y la creación de un estado “benefactor” que diera estabilidad a un nuevo régimen de poder en sintonía con los intereses de la oligarquía industrial y financiera.
El sistema bipartidista fue estable gracias a la lluvia de petrodólares de los años 70. Y comenzó a fenecer luego de la crisis financiera del año 1983, que abrió paso a las políticas de austericidio con el FMI en 1989, a la rebelión militar del teniente coronel Hugo Chávez y a la posterior crisis bancaria del año 1994.
La victoria presidencial de Chávez en 1998 fue la sepultura del sistema bipartidista y a la hegemonía de AD.
Con el objetivo de organizar una oposición violenta al gobierno de Hugo Chávez, EEUU optó por formar una nueva generación de dirigentes que serían extraídos de las universidades de la élite y del semillero juvenil de las clases adineradas.
AD comenzaba a quedar desplazado: un partido socialdemócrata, electoralista, con una retórica artificial de antiimperialismo y con cierto arraigo popular, sencillamente no encajaba en el nuevo proyecto. Necesitaban nuevos cuadros dirigentes pro-mercado, neoliberales en sentido económico y fascistas en el sentido político. Necesitaban una élite anacional, profundamente ignorante y flexible a los intereses estadounidenses.
Hizo falta toda una reingeniería política. EEUU activó sus brazos de poder blando como la USAID y la NED, empleó los servicios de entrenamiento en revoluciones de color a la organización serbia OTPOR, y en cuestión de pocos años la generación de políticos de antaño se vio desplazada por una pléyade de jóvenes sifrinos encolerizados con el proyecto chavista, todos militantes de las fraternidades recién creadas, Voluntad Popular y Primero Justicia.
Y de aquellos barros, estos lodos. De esa ingeniería política y financiera emergió Leopoldo López, Freddy Guevara, Juan Guaidó, entre otras figuras que han colocado al país al borde de una intervención estadounidense y de una guerra civil.
¿Qué hizo AD? Fácil. Adaptarse. El partido que institucionalizó como una cultura política el clientelismo, el “guiso” y la “macoya” (palabra criolla para describir el arte de transar en política), no tenía ningún problema en tomar la mano de la generación de relevo, en la búsqueda de tocar nuevamente posiciones de poder después del golpe. Nunca han tenido problemas con participar en agendas oscuras si ello los beneficia.
Por esa razón, Henry Ramos Allup pactó con Voluntad Popular su presidencia en la Asamblea Nacional en 2016, y empujó la agenda de golpe revestida de falso referendo revocatorio.
De ahí en adelante, AD ha titubeado entre apoyar el cambio de régimen, respaldar agendas de diálogo y participar en eventos electorales, como en las gobernaciones de 2017 cuando venció en cuatro de los 24 estados del país.
Pero Washington ha apretado las tuercas y este espacio para el titubeo se ha reducido totalmente, empujando a la tolda blanca al bando de los golpistas, muy posiblemente en medio de amenazas de coerción y chantaje, una situación que habla bastante mal de un partido que dice ser baluarte de la democracia en el país.
La crisis en AD, más allá de su propia disputa interna entre caciques de la organización, es una metáfora de cómo Washington ha destruido a los partidos tradicionales del país en su apuesta por el sector de extrema derecha criolla como sus intermediarios políticos.
Al restringir su participación en las elecciones, AD se ha desarraigado de los pocos principios que le quedaban y ha venido despareciendo del mapa político real del país. Bernabé Gutiérrez lo sabe.
Y esto es sumamente simbólico: EEUU ha desmantelado a una organización que, pese a las críticas justas frente a su comportamiento a lo largo de nuestro siglo XX, conservaba mínimamente el espíritu de negociación de nuestra inestable historia democrática. Al barrerlos del tablero, sólo quedan “políticos” fabricados en una probeta en el Pentágono.
Washington ha aniquilado a un partido de estado, aunque solo lo sea en el imaginario nacional.
Pero lo que ocurre en AD es solo la punta del iceberg. El repliegue forzado por Estados Unidos ha atrofiado nuestro sistema político a totalidad, generando las condiciones de desgaste e incertidumbre que anteceden a los golpes de estado.
Muchos dirigentes históricos adecos como Luis Beltrán Prieto Figueroa o Leonardo Ruiz Pineda deben estar viendo la situación actual con desparpajo e indignación desde el más allá.