En la última semana han ocurrido acontecimientos importantes en la política venezolana.
Tras un acuerdo entre el gobierno venezolano y los partidos antichavistas que participan en la Mesa de Diálogo Nacional, se solicitó formalmente al Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) la designación de un nuevo Consejo Nacional Electoral (CNE), dada la omisión legislativa del Parlamento venezolano y su desatención del comité de postulaciones electorales.
El cuerpo de rectores del ente electoral fue designado días después, dando un paso fundamental para la celebración de elecciones parlamentarias este año a los fines de renovar la composición del poder legislativo, según obliga la Constitución venezolana vigente.
Como era de esperarse, los partidos tradicionales del denominado G4 rechazaron la designación y han indicado que no participarán en las elecciones venideras.
El diputado Juan Guaidó, en un nuevo golpe al orden jurídico del país, ha afirmado que extenderá la vigencia de su falsa “presidencia interina”, basada en el respaldo de Estados Unidos y otros países occidentales a su jefatura del Parlamento venezolano, obviando que a principios de este año el diputado opositor Luis Parra desplazó a Guaidó como nuevo presidente del legislativo nacional.
La conformación del nuevo ente electoral ha agudizado las tensiones en el antichavismo, radicalizando sus disputas internas. Quienes forman parte de la Mesa de Diálogo Nacional analizan las parlamentarias como una oportunidad para desplazar a los partidos tradicionales del tablero político y electoral, a lo que el G4 ha respondido con un reforzamiento de su línea abstencionista.
El chantaje es bidireccional: mientras el G4 acusa a los partidos periféricos de favorecer la estabilidad del “régimen de Maduro”, los actores tradicionalmente excluidos de la conducción política del antichavista afirman que la abstención no favorece el cambio político.
A medida que han venido aumentado las fricciones, los bloques de poder del antichavismo parecen fragmentarse todavía más: hay figuras rivales de Guaidó, como María Corina Machado, que no coinciden con los participantes de la Mesa de Diálogo Nacional y tampoco con el G4, y otros, como Henrique Capriles, que apuestan por las elecciones parlamentarias a contracorriente de las tendencias dominantes de su propio partido, Primero Justicia.
La máxima de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” no se cumple cuando se habla del antichavismo.
El G4 se ha intentado mostrar como un bloque sólido, unitario y con capacidad de arrastrar el sentimiento mayoritario de los antichavistas frente a las venideras elecciones. Pero las cosas no andan bien en casa.
En lo que va de mes el partido de Juan Guaidó, Voluntad Popular, ha sufrido tres renuncias de sus cuadros dirigentes. Son los casos de Rosmit Mantilla (diputado), Ana Karina García (“activista de derechos humanos”) y Gaby Arellano.
En los tres casos, los ex dirigentes reclaman que ha habido diferencias políticas en torno a los procesos de diálogo y problemas de organización y liderazgo, refiriéndose entre líneas a la gestión de Juan Guaidó al frente de la organización creada por Leopoldo López.
Estos hechos representan una metáfora de la situación actual del presidente fake de la Asamblea Nacional: Guaidó se intenta proyectar como el líder indiscutible de Venezuela, pero, en realidad, no tiene control sobre su propia organización partidista.
En la formación simbólica de la socialdemocracia venezolana, el partido Acción Democrática, también ha habido una revuelta interna a causa de la designación del nuevo CNE.
El secretario general de la organización, Bernabé Gutiérrez, pidió públicamente un referéndum interno para decidir si el partido debía asistir o no a las elecciones parlamentarias, en un claro desafío al caudillo de la tolda blanca, el diputado Henry Ramos Allup.
La rebelión ha sido sofocada parcialmente. Los cuadros dirigentes del partido le han brindado su apoyo a Ramos Allup, quien ha tomado la decisión de no asistir al evento electoral, pero un grupo de diputados, gobernadores y alcaldes, exigen que se abra el debate dentro de la militancia para decidir el rumbo del partido. El caciquismo de Ramos Allup ha sido cuestionado.
El hermano de Bernabé Gutiérrez, José Luis Gutiérrez, ha sido uno de los nuevos rectores designados por el TSJ, un hecho que activó la crisis en Acción Democrática tras presumirse que Ramos Allup lo había postulado a espaldas del G4. Aunque ha negado su vinculación con el nombramiento, las dudas no se disipan del todo.
La metástasis de las organizaciones antichavistas alcanza a Primero Justicia, una formación que tiene varias tendencias internas irreconciliables: la de los diputados Luis Parra y José Brito, ambos en guerra contra Guaidó, y la de Julio Borges y Henrique Capriles, ahora enfrentados por la postura abstencionista de cara a las parlamentarias por parte del canciller fake de Guaidó.
La subordinación política a las directrices de Washington ha sido clave en el desmantelamiento de la coalición antichavista. Y el uso de mecanismos de represión institucional (sanciones) contra quienes se salgan del carril y decidan ir a elecciones, ha generado un comportamiento autoritario en la élite política del G4, conectada a los flujos de dinero y respaldo publicitario que viene desde Washington.
En este sentido, las divisiones del antichavismo es una consecuencia lógica de la campaña de “máxima presión” de Estados Unidos, orientada a destruir cualquier iniciativa de diálogo político que relaje el clima de confrontación.
La repartición de dinero y protagonismo siempre ha sido un factor divisivo en el antichavismo. Pero no es único elemento que deriva en las intensas oleadas de guerra política interna.
Existe también un problema de fondo y tiene que ver con la propia naturaleza de la coalición. El pegamento que mantiene unido al G4 es la confianza ciega en la estrategia estadounidense para derrocar al chavismo, lo que a su modo de ver se traducirá en la toma de posiciones de gobierno en reconocimiento a su fidelidad.
Pero como esto no ha ocurrido, las diferencias de fondo suben a flote: cada sector tiene una idea distinta sobre la ruta para la toma del poder.
Y en este sentido las elecciones parlamentarias suponen un desafío: la disputa electoral requiere de organizaciones partidistas bien aceitadas con presencia política en decenas de circunscripciones en todo el territorio nacional.
Sin organización, referentes políticos y cuadros dirigentes con capacidad de arrastrar votos en la periferia del país, la demografía electoral es un factor que juega en contra frente a formaciones políticas, como el PSUV, con un apresto mucho mejor diseñado y una militancia mucho más activa y organizada.
La desnacionalización de la élite de la derecha venezolana y su propia anulación como actor político frente a las directrices de Washington, ha contribuido al desmantelamiento de su capacidad para disputar la política en el terreno legal.
Debido a esto han huido hacia adelante: esperar un golpe de gracia que favorezca su regreso al poder político por la vía rápida del golpe, del magnicidio o de la intervención militar. Mientras tanto, los partidos excluidos buscan conquistar el espacio vacío que ha generado la parálisis del G4.