"Es un error teorizar antes de tener datos, intentando explicar los hechos por las teorías, en lugar de construir las teorías a partir de los hechos". – Sir Arthur Conan Doyle
No hace tantos años una de las principales promesas de campaña de François Hollande, incumplida como casi todas las demás, por cierto, hablaba de un impuesto de 75% para quienes ganasen más de un millón de euros por año. Corría el 2012 y había que financiar el Estado de bienestar de Francia. Lo que él no entendía por entonces era que, como advirtió Warren Buffet, la lucha de clases seguía, pero la habían ganado por el momento los capitalistas.
El Estado de bienestar de Europa Occidental, construido sobre elevadas tasas de impuestos y un alto gasto público aceptado por las grandes corporaciones y los ricos ante la "amenaza comunista" había llegado a su fin y había caído a los infiernos junto con los escombros del Muro de Berlín.
Entre la publicación de La decadencia de Occidente de Oswald Spengler en 1918 y La derrota de Occidente de Enmanuel Todd en 2024 pasó más de un siglo en el que Europa, a través de la expoliación colonial continua y dos guerras mundiales incluidas, con más de 50 millones de muertos, se las arregló para seguir teniendo una importante influencia en el escenario internacional. Ese tiempo parece haber llegado a su fin.
Como bien nos sugirió Arthur Conan Doyle, los datos son importantes para construir o reafirmar una teoría y, en este caso, ellos aparecen por doquier.
Cifras de una decadencia
Hace 25 años la economía de EE.UU. representaba 20% del total de la economía mundial. Era un porcentaje algo menor al de 1980-1990, de alrededor del 23%. Europa, por entonces, intuía que esa tendencia seguiría a la baja y podría aprovecharse de ello, aunque sin percibir el incipiente empuje de Asia. Ya en el 2023 la cifra de influencia de la tierra de Donald Trump había bajado a 16%.
Pero si esta cifra explica la preocupación y las bravuconadas del magnate, en Europa la cosa es bastante peor. En el año 2000 la economía de la Unión Europea (UE) suponía 21% de la mundial. En 2023 esa cifra cayó a 14%. Puede parecer una caída similar a la yanqui, pero en realidad evidencia que lo que a fines de los ochenta marcaba economías de similar tamaño entre EE.UU. y la Unión Europea hoy sea, en el nunca mejor denominado Viejo Continente, una economía 10% más pequeña que la del país de América del Norte.
Esta decadencia europea, que no es nueva, se ha acelerado en los últimos 15 años y se profundiza en sus países centrales: Francia, Alemania, España e Italia, con estancamiento económico, desintegración social y exclusión de sus poblaciones vulnerables.
Algunas cifras comparativas sirven para ilustrar esta incesante pérdida de influencia.
China en el año 2000 tenía un peso de 7% en la economía mundial, un tercio del de Europa por entonces. Ahora lidera el ranking con 19%. Alemania, la otrora locomotora de la UE, subvencionada de hecho por la energía barata rusa, ha pasado de 4,75% al 3,10%, una caída de más del 33%. Italia, de 3,27% bajó a 1,85%, en un descenso de 43%. Para España, el acumulado de 2000 a 2023 indica que de representar 1,91% de la economía mundial ha caído a 1,37%, un 28% menos, y el descenso a los infiernos de recesión y exclusión en Europa parece no detenerse.
Demografía, innovación tecnológica y finanzas
Otro dato relevante de la crisis europea es su declive demográfico, acentuado por corrientes migratorias procedentes de sus antiguas colonias que incluso reniegan de su condición de europeos, aun siendo nativos de segunda o tercera generación, lo que profundiza la crisis de su pretensión cultural identitaria.
En lo referido a innovación y desarrollo tecnológico, los datos europeos tampoco son alentadores; mientras China registró en 2023 el pedido de 1,64 millones de nuevas patentes, EE.UU. registró 518 364 solicitudes, Japón 414 413, pero la Unión Europea solo 398 246, en un declive de su influencia innovativa y tecnológica que viene ininterrumpido desde 2011 y que, aun sin oficializarse los datos de 2024, todo da a indicar la ratificación de esas tendencias.
Hoy la innovación se basa, China lo demuestra palmariamente, en la confluencia de los esfuerzos en investigación y desarrollo, donde se aúnan coordinados por el Estado, universidades, investigación militar e inversiones del sector privado. Esto también sucede, aunque no del todo admitido, por prejuicio ideológico, en EE.UU., donde el éxito de la Universidad de Stanford o del MIT y las innovaciones consiguientes como internet, el GPS y otras parten de esta triada colaborativa de preeminencia estatal. La idea que aun perdura en Europa acerca de la autonomía de las universidades y la independencia de la investigación científica no parece acorde con el tiempo que vivimos, por lo que ver que tan solo una empresa tecnológica europea (SAP) tenga relevancia internacional es una demostración de ello.
Por otro lado, la arquitectura financiera de ese continente no puede competir teniendo en su seno más de veinte políticas fiscales diferentes entre sí y con sus mercados de bonos soberanos totalmente inconexos. Un problema que no enfrentan ni China ni EE.UU., que tienen sus mercados de capitales unificados y líquidos en el marco de una política fiscal centralizada. Esta disfunción provoca que el Banco Central Europeo (BCE) tenga que llevar a cabo esfuerzos permanentes para evitar que la endeble arquitectura institucional de la Unión no salte por los aires cada vez que se afronta una crisis como la actual. La consecuencia es que la política económica europea delega en la monetaria la toma de decisiones estructurales que, casi siempre, impactan a favor de las finanzas contra la producción —cualquier similitud con la financiarización del debate económico en Argentina resulta pertinente—.
El Viejo Continente bajo un nuevo orden
Que Trump le recuerde al mundo cada día que Europa está en decadencia no significa que no sea cierto, más allá de la intencionalidad del inquilino de la Casa Blanca. Lo que Trump parece olvidar es que esa crisis de identidad europea es también una crisis que abarca a todo Occidente y que también incluyen a él y a su país.
Europa ha dejado de ser relevante más allá de las aparatosas apariciones de Ursula Van der Leyen, la gris burócrata nacida en Bélgica como hija de otro burócrata europeo, Ernst Albrecht, la que después de vivir en Bélgica y EE.UU. llegó a Alemania para nacionalizarse y ser una asistente multitarget de Angela Merkel. Primera como ministra de Familia, Tercera Edad, Mujeres y Juventud desde 2005 a 2009, de Trabajo y Asuntos Sociales desde 2009 hasta 2013 y de Defensa de 2013 a 2019, cargo que cesó para ocupar su actual puesto como Delegada del Departamento de Estado en la Comisión Europea. A medida que creció su poder, su "interés" por los temas sociales y comunitarios fue decreciendo de modo inversamente proporcional.
Europa, por otra parte, ya no es la potencia económica, militar, científica y tecnológica que presumió ser. Económicamente, la prosperidad europea se basaba principalmente en la gran industria tanto pesada como liviana vinculada al quehacer metalmecánico y automovilístico sostenida centralmente por el saqueo de recursos naturales en sus colonias periféricas y el gas barato ruso, al que Europa renunció de modo insólito a pedido de Joe Biden con la excusa de "defender" su seguridad cuyo financiamiento y planificación esta de hecho en manos de los EE.UU.
Mientras que la mayoría de los países europeos no llega al 1,7 % de su PIB en gasto militar, Arabia Saudí destina un 7,1 %, Rusia un 5,9 %, Israel un 5,3 %, EE.UU. un 3,5 % —gran parte se despliega en territorio europeo franquiciado por la OTAN, el aparato militar estadounidense en el que la Unión Europea solo acata órdenes—, Reino Unido un 2,6 %, Irán un 2,2 % e incluso China un 1,7 % según se desprende de estudios del Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (SIPRI ).
El impacto tóxico de la sodomización europea ante EE.UU. ya resulta inocultable, aún para su propia burocracia que descubre tarde y mal que, como decía Henry Kissinger, "ser enemigo de Estados Unidos es peligroso, pero ser su amigo es fatal".
El Imperio Romano alcanzó un gran nivel de esplendor económico a finales del siglo IV, pero su escasa cohesión, su crisis demografía y su pérdida de identidad lo harían desaparecer para siempre: Europa debiera mirarse en su propia historia si quiere volver a ser un actor geopolítico influyente como fuera alguna vez.
Hoy China innova, EE.UU. regula y Europa observa. De esa caracterización, aunque un tanto caprichosa, se puede deducir el rol internacional actual de cada uno.
De la Europa que se vanagloriaba de haber inventado en el siglo XVII el método científico, y en el XVIII, la Revolución Industrial, nada queda más que el recuerdo.
El Viejo Continente necesita de una verdadera revolución cultural que autocríticamente revise su pasado vinculado a guerras, genocidios y masacres coloniales. Para "revivir" necesitará reubicarse en un lugar autónomo y destacado del nuevo Orden Mundial Multipolar, donde los BRICS avanzan a paso firme. Tal vez no sea tarde, aunque Ursula Van der Leyen y muchos de sus lamebotas amigos, no parecen capacitados para esa tarea.
El triste ejemplo de su gestión en la Comisión Europea y la consecuente debacle de la UE quizás sirvan de lección para que los vendedores de dulces sueños proamericanos que terminan convirtiéndose en amargas pesadillas no terminen de destruir Europa.
Este artículo fue publicado originalmente en el medio Tektónikos el 23 de abril de 2025.