En los últimos meses, a medida que ha venido cobrando forma el escenario electoral, nuestros ojos han tenido que presenciar el acto de mayor caradurismo del que se tenga registro en la historia venezolana. Un grupo "político" que durante años promovió sanciones, invasiones, golpes de Estado, el funesto "interinato" de Guaidó, entre otros recursos abiertamente ilegales contra la estabilidad del país, cuestionó las inhabilitaciones que le impedían a su principal figura presentarse a elecciones y optar a cargos públicos.
Este fue el caso de María Corina Machado, quien luego de haber ganado las primarias opositoras daba por asegurada su postulación como candidata presidencial. Quien ha basado su carrera política en promover la confrontación y el odio al chavismo desde sus inicios, se destacó especialmente en los últimos años de tensión pidiendo abiertamente operaciones militares y agresiones económicas y diplomáticas contra Venezuela. Así que la inhabilitación tramitada por la Contraloría General, luego confirmada por el TSJ, no fue una sorpresa.
Sin embargo, lució sorprendida, genuinamente sorprendida —y por supuesto molesta—, cuando se enteró de que no podía presentarse a las elecciones presidenciales pautadas para mediados de este año, tras la sentencia del TSJ. Lo que considero fue una actitud sincera de su parte ante la información describe varias cosas.
Primero, su ya bien sabida noción de superioridad, valor común entre los ricos. Heredera de la acaudalada élite caraqueña, Machado se autopercibe por encima de todo orden legal o político.
Segundo, su delirante cosmovisión liberal, según la cual los Estados deben ser llevados a su mínima expresión para permitir el ejercicio extremo de la libertad —de los ricos—, aun en contra de los propios fundamentos del Estado, por más reducido que este sea.
Por ambas razones, promover la destrucción del Estado venezolano está en sintonía con sus principios ideológicos y de clase. Por ambas razones, la inhabilitación le sigue pareciendo una sorpresa imposible de digerir.
Pero la realidad siempre termina por imponerse, por más que se luche contra ella. En un remedo de la icónica frase de Henry Ramos Allup, "hay que doblarse para no partirse", a sabiendas de que era imposible revertir la inhabilitación decidió levantarle la mano como sustituta a Corina Yoris, una académica de su círculo cercano quien, según se ha visto en redes, apoyó en su momento el falso interinato de Guaidó y las operaciones de desestabilización contra Venezuela, además de promover el odio y la persecución contra el chavismo.
La señora de avanzada edad, a quien le publicitaron su candidez, profesionalismo, currículum académico, entre otras "bondades", es un reflejo del clasismo, la intolerancia y la pulsión por la violencia que gobierna a la denominada "sociedad civil". María Corina Machado se ha vuelto a sorprender —y a molestar, evidentemente— ante la imposibilidad de tramitar la candidatura de Yoris, por la cual sigue apostando... ¿hasta el final?
El Estado debe frenar un posible proceso de necrosis
Machado seguro pensó que era maniobra "brillante" poner a una señora-títere que se llama igual que ella como candidata sustituta. Su propensión a negar la realidad quizás la llevó a pensar que, al no haber ocupado cargos públicos, al ser alguien sin recorrido político en partidos, su inscripción ante el CNE se haría realidad.
Pero, difícilmente, esto podría plantearse como una posibilidad concreta. Apoyar sanciones, gobiernos paralelos, intervenciones militares, promover la persecución y el odio político, como lo ha hecho Corina Yoris y otros tantos más del sector opositor extremista, deben estar exentos, definitivamente, de la actividad política en Venezuela.
Ninguna persona, tenga carrera política o académica, que milite activamente para conseguir estos objetivos debe participar en procesos electorales, pues ello implicaría una humillación a la legalidad existente y una demolición, autorizada por el propio Estado contra la población, de la convivencia política y social nacional que las mismas leyes deben proteger.
No es legal, pero tampoco político, inscribirte como candidata si tu programa de acción y gobierno consiste en que a tu propio país lo invadan militarmente, lo fundan a bombas, le destrocen la economía y le impongan un gobierno ilegítimo desde el extranjero. Esto no solo implica violar todo marco legal, sino el propio sentido básico de la política: orientada al bien común y a la preservación de la sociedad.
Por ende, las inhabilitaciones y las restricciones a este sector, contrario a lo que piensan sus figuras, son una vía para mantener la convivencia y la realización de elecciones sanas donde ellos no ven realizadas sus aspiraciones.
Que se permita que una persona que persigue estos objetivos se postule a una elección para un cargo público sería algo parecido a autorizar oprimir el botón de autodestrucción. La biología tiene un nombre para algo parecido: necrosis. Es el proceso mediante el cual se descompone el tejido corporal, su condición es irreversible y es ocasionado por una escasez de flujo sanguíneo.
Si esto se permitiera, valga la analogía, el Estado venezolano —ente de representación material y simbólica de la nación— se expondría a un proceso de necrosis, en el que su materialidad (las leyes) y su cuerpo natural (la gente) se descompondrían hasta que no quede nada. Lo peor de la situación es que sería el propio Estado el que iniciaría un daño estructural autoinflingido.
El Estado, mediante las inhabilitaciones, está en la obligación de proteger el país, a su gente, de quienes han militado activamente en aras de su destrucción, sufrimiento y pérdida de calidad de vida, sea a través de una mantuana frustrada, una señora académica llena de títulos o de cualquier persona interesada en que Venezuela deje de existir como la conocemos.