Vie. 29 Marzo 2024 Actualizado ayer a las 6:48 pm

Carabobo, plenitud

Ha sido muchas veces un elogio insidioso -y siempre, cuando menos, un halago poco feliz- el de presentar a Bolívar como un caudillo prepotente o un César irresistible. Nada más alejado de la verdad y de la imagen que él se había hecho de sí mismo y que trataba de realizar.

La reflexión, la perspectiva y la paciencia fueron las virtudes que él amó y que lo enorgullecían. "Cavilar noche y día, soñando y pensando sin cesar", es la función que se atribuye; cuando confía a Sucre tratar con los disidentes de oriente en 1917, su consejo es "que mueva todos los resortes del corazón humano" para reducirlos sin violencias; cuando en enero de 1827 Caracas le ofrece una apoteosis y lindas muchachas le presentan banderolas con lisonjeras inscripciones -valor, abnegación, patriotismo, etc.-, la única que él reserva para sí es la que dice "constancia".

"El valor, la habilidad y la constancia corrigen la mala fortuna", había sido una de sus máximas. El valor moral se entiende: la osadía de recomenzar desde los cimientos cuando todo lo construido se viene abajo; el denuedo de considerar austeramente la vida como un eterno aprendizaje que debe soportarse sin desfallecimientos. "Porque las cosas para hacerlas bien es preciso hacerlas dos veces: es decir, que la primera enseña la segunda", sentencia en otra ocasión.

Esas normas que son el núcleo de su personalidad, y el temple de carácter consiguiente, es lo que hace a Bolívar superior a sus compañeros de armas, desde los primeros días de su carrera; y por esa vigilancia de su inteligencia sobre los impulsos es que antes de haberse dado a conocer como caudillo adquiere categoría de pensador político, por el Manifiesto de Cartagena de 1812.

Nunca más descuidaría, ni siquiera momentáneamente, esa doble labor de combatiente y de hombre de Estado; y aunque cinco años de reveses consecutivos reducen a los patriotas a vivir errantes en inhóspitas soledades, apenas cuenta Bolívar con una ciudad donde instalar un Congreso, se apresura a convocar el de Angostura.

No eran entonces los políticos menos díscolos que los caudillos, ni menos dispuestos a reclamar consideración a sus méritos. Pero Bolívar ejerce de poder moderador entre unos y otros, atempera pacientemente la petulancia de algunos legistas y teorizantes que pretendían renovar las interminables discusiones de 1812, y por otra parte detiene la arbitrariedad a que se podían sentir inclinados los hombres de espada, por sus hábitos de mando discrecional.

Pero aun dentro de su carrera exclusivamente militar, no serán la acometividad y la improvisación genial las que darán el triunfo al Libertador, sino la capacidad de organización y la acción gradual y mesurada.

Y esto es tan evidente, que su vida de guerrero puede dividirse nítidamente en dos etapas, caracterizadas sucesivamente por aquellas dos formas de proceder, y la segunda supera en mucho la primera.

Hasta 1819, en efecto, predomina la lucha de guerrillas, los encuentros casi fortuitos, un desarrollo tan azaroso de los acontecimientos que el triunfo desgasta inútilmente al vencedor sin procurarle más territorios o ventajas que los que tenía la víspera, porque a su alrededor vuelven a proliferar las partidas irregulares, ubicuas y devastadoras. En esas condiciones es imposible trazar proyectos de largo alcance, y hasta el plan de operaciones mejor concebido puede frustrarse totalmente por un azar adverso. Bolívar se adentra frenéticamente en ese torbellino infernal, y su agresividad, su valor, su capacidad de iniciativa y los recursos que mueve, le conceden algunos triunfos espectaculares. Pero la decisión final permanece incierta.

A partir de 1819 el carácter de la guerra cambia por completo. Ideológicamente, y hasta por el terreno que ocupan, cesa en gran parte la confusión entre los dos bandos en lucha; los patriotas logran disciplinar mejor su infantería; cada vez son más frecuentes las grandes concentraciones de tropas y disminuye la importancia de las guerrillas. Todo esto hace posible las campañas de gran aliento y cuidadosa preparación -la de Boyacá, la de Carabobo, la del Sur, la del Perú- y entonces precisamente es cuanto obtiene Bolívar seis años de victorias ininterrumpidas.

El Perú no es solamente la culminación cronológica de esa carrera triunfal. Una particularidad realmente extraordinaria, y que no ha sido bien estudiada, ratifica que en la actuación política y militar del Libertador en aquel país hermano, la capacidad de organizador que lo singularizaba y la acción reflexiva y equilibrada que él se había impuesto como disciplina de su carácter, llegan al máximum.

Esa particularidad es que Bolívar, cuando acomete aquella empresa, tiene que dejar atrás -por los peligros que todavía debía encarar Colombia- a todos los veteranos y consejeros de lucha. Ni Urdaneta, ni Páez, ni Santander, ni Montilla, ni Bermúdez, ni Monagas -ni siquiera aquellos fabulosos combatientes como Rondón, Infante, Rangel, Aramendi-, ni amigos y asesores como Peñalver o Revenga, van a estar a su lado. Excepto Sucre, que a pesar de su juventud él había probado en las más difíciles misiones, sólo lleva consigo hombres nuevos, puesto que hasta los que serán después sus más eficaces subalternos -Salom, Lara, Flores, Córdova- no tenían experiencia como jefes con responsabilidad propia.

Así iba a comprometer el prestigio de Colombia y su propia gloria, en un país del cual no conocía ni los hombres ni las costumbres, ni las ideas políticas ni las formas de combatir.

Y sin embargo, apenas en poco más de un año, logrará estabilizar políticamente a la nación que se confiaba a sus desvelos, regulariza la administración pública y la salva del ruinoso arbitrio del papel moneda, convierte el ejército peruano y los auxiliares de Colombia en una irresistible fuerza de combate y destruye un poderío varias veces secular y que -según sus palabras, nada exageradas- se jactaba de catorce años de triunfos.

Esta prodigiosa historia es la que debe servir de fondo a la victoria de Carabobo, que hoy conmemoramos. Porque si bien el Perú fue la culminación de ese ascenso del genio bolivariano, la campaña que preparó a Carabobo fue la prueba de que Bolívar había llegado a la plenitud de sus mejores características de guerrero y hombre de Estado. Y de que los ejércitos republicanos eran ya invencibles, no por la combatividad, que en sus contrarios no era menor, sino porque estaban dirigidos por una mente lúcida y firme, severamente ceñida a la acción gradual y meditada, superior a cualquier adversidad y alerta para aprovechar todas las oportunidades.

Tres grandes operaciones, planeadas por el Libertador, forman aquella campaña: la operación frontal, dirigida por el propio Bolívar desde el suroeste sobre el centro; la marcha victoriosa de Urdaneta desde Maracaibo sobre Coro y después hasta San Carlos, donde su ejército, ya al mando del coronel Antonio Rangel, se unió al de Bolívar; y la impetuosa acometida de Bermúdez desde oriente, que tomó a Caracas y se adelantó hasta La Victoria, amenazando por la espalda a los realistas y obligándolos a dividir sus fuerzas. Otra importante diversión fue confiada por Bolívar al coronel trujillano Cruz Carrillo, que también desde occidente penetró hasta el centro, y haciendo correr la voz de que conducía las avanzadas de Urdaneta, alarmó a los españoles y les hizo distraer otras fuerzas.

Con Bolívar venían las fuerzas llaneras de Páez y de Sedeño; y el general Santiago Mariño, que hacía poco había llegado de oriente al cuartel general, iba a ser el Jefe de Estado Mayor de Carabobo. Encontramos, pues, así hermanados para aquella victoria final, a los más prestigiosos caudillos del centro, del occidente, del oriente y del sur. No es una casualidad: es también el fruto y el símbolo de aquel trabajo de admirable sangre fría y tenacidad con que el Libertador había logrado domeñar el regionalismo disolvente, que en muchas ocasiones llegó a ser la peor amenaza del caudillismo hispanoamericano.

Y tanto como la regularidad deliberativa obtenida en los Congresos, aquella integración de las fuerzas militares significaba que la Patria, por encima de largos años de apetitos, resquemores y distingos que la habían dividido, era ya para todos la única realidad imperativa.

Innumerables privaciones y penalidades tuvieron que superar las tropas republicanas durante aquellas operaciones.

Aparte del paludismo y de la escasa asistencia médica para los enfermos y heridos, los soldados que aportaban las regiones altas de la Nueva Granada literalmente "se derretían" -según la propia expresión del Libertador- cuando descendían a las regiones cálidas de la costa y de los llanos, y la mortalidad entre ellos era espantosa.

Las guerrillas enemigas eran todavía temibles, especialmente en las regiones arraigadamente realistas; habían vuelto a reorganizarse en los territorios de Ocaña y Santa Marta, a pesar de la campaña que los había conquistado para la República, y en la región de Coro su disciplina, digna de mejor causa, permitió a los realistas la diabólica estratagema de dispersarse ante el avance de Urdaneta y reconstruirse a sus espaldas.

Pero el peor obstáculo para cualquier plan de los republicanos era la escasez de los recursos con que contaban.

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Fragmento de la Batalla de Carabobo. Óleo sobre tela, de Martín Tovar y Tovar (Foto: Palacio Federal Legislativo)

Nueva Granada era la que estaba en mejor situación y podía enviar algunos fondos; sin embargo, a fines del año anterior las privaciones eran tales en el ejército que allí estaba con Bolívar, que éste le decía a Santander: "los más de estos hombres morirán el año que viene, no es justo hacerlos morir éste de miseria"; sobre su situación personal le informaba poco después: "Es inútil decirle a Ud. cómo estamos por acá. Ejemplo: Infante le ganó unos reales al Cura de San Cayetano y me está manteniendo". Y al parecer algo aliviado, le escribe a fines del año: "Por acá estamos todos a ración de plátano y carne, y quiera Dios que nos dure".

En el oriente de Venezuela la miseria era tal, que nunca habían podido los patriotas unirse en un solo ejército, porque sólo como bandas merodeadoras podían subsistir. Y no era solamente alimento, ropas y calzado lo que faltaba a aquellas tropas: los pueblos y ciudades habían quedado tan devastados, que cuando Bermúdez llegó a Barcelona no pudo usar la pólvora y el plomo que le enviaron de Margarita, ¡porque no tenía papel para los cartuchos!

A causa de la misma penuria, tampoco Bolívar había podido apresurar la concentración de sus efectivos, y habiendo pedido a Páez que hiciera una recolección masiva del ganado disperso, a fin de asegurar la subsistencia del ejército, el jefe llanero le advertía que si se tomaban para ellos los caballos disponibles, quedaría la caballería sin las bestias de repuesto que necesitaban para combatir. Por lo cual el Libertador estuvo a punto de desistir de la concentración proyectada y volver, muy a su pesar, a conformarse con operaciones aisladas. Al fin, muy sagazmente, concibió el proyecto de hacer avanzar separados a los diferentes cuerpos, pero por cortas etapas y siempre aprovechando ante cada uno de ellos las defensas naturales de los grandes ríos.

La dificultad de las comunicaciones entorpecía, por supuesto, este nuevo plan porque mantenía aisladas a las divisiones, aun a las que se encontraban relativamente cercanas; y con mayor razón el Libertador nada sabía a veces sobre lo que hubiera logrado Urdaneta y sobre la suerte de Bermúdez.

Lentamente, dolorosamente, pacientemente, iba el Libertador venciendo día tras día esas dificultades.

Porque tampoco podían tratarse los territorios recién ocupados como tierra de conquista, que era otra de las ventajas que tenían los realistas. Evitarlo era una de las mayores preocupaciones del Libertador, y estaba dispuesto a mantenerse inflexible contra toda clase de depredaciones por parte de las tropas. En octubre de 1819 había advertido al Gobernador Militar del Socorro: "Yo quiero que la más rigurosa disciplina reine en las tropas de la República, pues sin ella perderemos a la vez el amor de los pueblos y la moral del soldado". Y en mayo de 1821, habiendo cometido algunos desmanes la Primera Brigada de La Guardia, y a pesar de que ésta era la División favorita del Libertador, ordenó que "todo individuo que robe de medio real arriba será fusilado"; y en la misma Orden General del ejército hizo constar: "Últimamente S.E. declara que no quiere estar a la cabeza de un ejército de bandoleros y que prefiere ir solo a combatir con los enemigos, que acompañado de tan vil canalla".

Pero ya estaba a punto de recoger los frutos de tantos desvelos.

Gracias a la intrepidez que podía esperarse de él, Bermúdez había llegado vencedor hasta Caracas, la tomó el 14 de mayo, un día antes del que le señalara Bolívar, y avanzó hasta La Victoria. Después sufrió varios descalabros por falta de pertrechos y porque salió a combatirlo uno de los más aguerridos cuerpos peninsulares, el 2° de Valencey; pero logró que éste y otros efectivos del enemigo no pudieran concurrir a Carabobo.

El general Urdaneta había realidad una brillante ofensiva, soportando personalmente atroces sufrimientos, pues a consecuencia de una vieja dolencia orinaba sangre cuando tenía que cabalgar. Hizo así, sin embargo, al frente de sus tropas, 590 kilómetros de campaña en 32 jornadas y libertó todo el occidente de Venezuela. La disciplina que logró mantener fue tal, que en la travesía del montañoso territorio entre Coro y Carora sólo perdió 36 mulas, 3 cargas de parque y 31 caballos; lo cual debe estimarse un éxito sin igual, si consideramos que el ejército patriota, en conjunto, se estimaba en 10 mil combatientes y sólo 6 mil 400 llegaron hasta Carabobo.

Bolívar debió sentir más que nadie que Urdaneta, a causa de su deplorable salud, tuviera que entregar el mando al coronel Antonio Rangel, después de aquella excepcional contribución a la victoria final sobre los realistas. Para reconocérsela públicamente, y los largos servicios que ya contaba en las filas patriotas, lo propuso al Congreso para el grado máximo de General en Jefe.

Fue en San Carlos donde al fin se reunieron ese ejército de Urdaneta, ya al mando de Rangel, y las tropas que con Bolívar, Páez y Sedeño venían avanzando desde Barinas y Apure. El Libertador, al frente de 100 Dragones de La Guardia solamente, se había adelantado al ejército y entró en la ciudad a tiempo de que salían por el otro lado las últimas fuerzas realistas que la ocupaban.

Era el 2 de junio; del día 4 en adelante fueron llegando las otras fuerzas de La Guardia, y el 7 llegó Páez con el grueso de la caballería, que traía desde Achaguas.

En San Carlos organizó el Libertador a los patriotas en tres Divisiones: la primera, confiada a Páez; la segunda, a las órdenes de Sedeño, y la tercera al mando de Ambrosio Plaza, ascendido a General poco antes.

Así avanzaron en busca del general La Torre que los esperaba en Carabobo, y el día 23 Bolívar les pasó revista en la sabana de Taguanes. Recordemos que en este sitio el Libertador había obtenido una de sus más afortunadas victorias en 1813, y que en 1814 había triunfado también en el propio campo de Carabobo. Felices augurios venían, pues, con esos recuerdos, al encuentro de los republicanos.

El 24 de junio, al amanecer, divisaron desde las alturas de Buena Vista (o Bella Vista) al ejército del Rey, sólidamente formado en la llanura de Carabobo.

Sería temeridad pretender narrar la batalla, después que don Eduardo Blanco, con la pluma, y don Martín Tovar y Tovar con el pincel, han logrado en forma insuperable fijar en la imaginación de todos los venezolanos sus fascinantes peripecias.

Por otra parte, lo que yo me he propuesto en este trabajo es hacer sentir que cuando los patriotas llegaron a Carabobo ya su triunfo era seguro, gracias a aquella tenaz integración de esfuerzos y sacrificios comunes, que a fuerza de mil cuidados el genio del Libertador había utilizado hasta el máximum.

Con cuánto orgullo evocaría éste, desde las colinas de Buena Vista, el lacerante camino recorrido en once años por aquellos compatriotas suyos.

Y por él también. Que del inexperto Coronel de Puerto Cabello y del frenético comabtiente de 1813 y 1814, había sacado desde lo más profundo y auténtico de su carácter, un jefe militar de inconmovible serenidad y un hombre de Estado que como "alfarero de Repúblicas" llegaría -ahora estaba seguro- hasta las fronteras de la Argentina.

Había logrado aquella Patria unida y combativa, que ahora tenía ante sus ojos, y se había rehecho a sí mismo. En ambos casos bajo la infatigable disciplina de "cavilar noche y día, soñando y pensando sin cesar".


Publicado originalmente en El Nacional (Caracas) el 24 de junio de 1971.

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