Dos actos de sabotaje casi simultáneos provocaron explosiones en refinerías de petróleo tanto en Hungría como en Rumanía. En Hungría, la explosión se produjo en la refinería MOL de Százhalombatta, que supuestamente recibe petróleo ruso, mientras que en Rumanía fue en Petrotel-Lukoil, filial de la empresa matriz rusa. Este último caso produjo una víctima mortal.
Los hechos ocurrieron apenas horas después de que el Consejo Europeo prácticamente consolidara su postura de eliminar casi por completo las importaciones de gas ruso, con la prohibición de nuevos contratos a principios de 2026 y la expiración forzosa de todos los contratos a largo plazo en 2028. Se espera una prohibición similar de las importaciones de petróleo próximamente. Hungría y Eslovaquia se han comprometido a interponer recursos legales contra la prohibición.
Con estos ataques terroristas en países "aliados", la inteligencia ucraniana (SBU) presiona a las entidades húngaras y rumanas para que rechacen los combustibles rusos, cruciales para su economía, como una especie de "ataque indirecto contra Putin", una "jugada de poder" que solo resultó en la muerte de, al menos, un inocente.
En la atmósfera de los hechos están la suspensión de la reunión de Vladimir Putin y Donald Trump en Hungría para abordar el conflicto ucraniano y la negativa de este a vender misiles Tomahawk que permitirían atacar a la Federación Rusa a distancia.
Además, Trump ha anunciado que su Secretaría del Tesoro –no él, extrañamente– emitió sus primeras sanciones nuevas a gran escala contra Rusia, en particular, contra las dos principales compañías petroleras rusas, Rosneft y Lukoil.
El mapa muestra a una Unión Europea (UE) –junto al Reino Unido– saboteando abiertamente a sus miembros más "inconvenientes" para someterlos, tutelada por la Casa Blanca y enfilándose a una guerra contra Rusia sin mayores oportunidades que las que le ofrezcan actores externos.
La subordinación de una mafia continental
En el tablero geopolítico global, Europa parece encogerse, atrapada en una espiral de dependencia estratégica, crisis económica y servilismo político de sus élites hacia Washington. Este declive es la consecuencia predecible y calculada de décadas en las que una lealtad se ha cobrado un precio exorbitante: su soberanía, su bienestar económico y su seguridad a largo plazo.
La vitrina más elocuente fue la pasada cumbre de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en la que predominó la autohumillación de la élite atlántica de turno ante Trump y su egolatría. La alianza defensiva, nacida para proteger a una Europa devastada por la guerra y de la “amenaza” soviética, ha sido el mecanismo principal para anclar la seguridad europea a Washington, ha garantizado la hegemonía estadounidense sobre el bloque occidental y prevenido el surgimiento de una potencia europea independiente.
Tras la II Guerra Mundial, Estados Unidos se enfrentó al dilema de reconstruir Europa lo suficiente como para que fuera un mercado viable y un baluarte contra la Unión Soviética, pero no tanto como para que se convirtiera en un competidor estratégico.
El Plan Marshall, a menudo celebrado como un acto de generosidad, fue en realidad la zanahoria que precedió al garrote de la OTAN. Ató las economías europeas al dólar y sentó las bases para una dependencia estructural. En definitiva, la OTAN se erigió no solo contra Moscú, sino también contra Europa para dominar cualquier ambición autónoma de París, Berlín o Londres.
Esta dinámica se consolidó con la imposición de lo que algunos análisis denominan como un keynesianismo militar permanente. La economía estadounidense se reconfiguró para funcionar con un gasto militar masivo, creando un complejo industrial-militar que necesita enemigos constantes para justificar su existencia. Europa, como consumidor principal de este armamento y como teatro de operaciones de vanguardia, se convirtió en el cliente perfecto y el campo de batalla potencial.
La "protección" estadounidense tuvo como precio la renuncia a una política exterior y a una defensa soberana mediante la compra de material bélico “made in USA”. La subordinación se basa en una red de intereses creados entre las élites políticas europeas y el establishment de seguridad transatlántico.
La disolución del Pacto de Varsovia y de la Unión Soviética fueron los momentos de la verdad. Sin su “razón de ser”, la OTAN debía haberse disuelto pero, en lugar de ello, se expandió agresivamente hacia el este, violando promesas verbales hechas a Gorbachov y fabricando una nueva justificación para su existencia. Este expansionismo, lejos de aumentar la seguridad europea, la disminuyó radicalmente, creando las tensiones predecibles que desembocarían décadas después en el conflicto en Ucrania.
La “solución” europea ha sido acercarse aún más. Finlandia y Suecia, países históricamente neutrales, han ingresado a la alianza, profundizando la tensión. El economista Yanis Varoufakis lo resume: “La OTAN es un poco como la mafia: crea la amenaza y la inseguridad que le permiten vendernos seguridad y protección”.
Se trata de una alianza que no disuade, provoca. Y Europa, en lugar de buscar una política de neutralidad o desescalada, se convierte en cómplice de una confrontación que beneficia a los fabricantes de armas estadounidenses, pero arruina a sus propias economías.
¿Cuánto cuesta el vasallaje?
La factura por esta sumisión es geopolítica y, por lo tanto, económica y socialmente devastadora. La incondicionalidad europea hacia las sanciones contra Rusia, impulsadas por Estados Unidos tras el inicio de la operación militar especial en Ucrania, ha actuado como un boomerang, golpeando con fuerza brutal la economía continental.
Europa se lanzó a una guerra económica autodestructiva, imponiendo sanciones diseñadas en Washington pero el costo recayó desproporcionadamente sobre sus propias economías. El resultado ha sido la recesión técnica en la locomotora alemana –cuyo bastión manufacturero está en peligro– y una crisis energética sin precedentes.
Un informe del Política (CIEP, por sus siglas en inglés) sobre la transición energética evidencia la cruda realidad: la abrupta desconexión de los hidrocarburos rusos, baratos y abundantes destruyó la ventaja competitiva que durante décadas había sustentado la industria manufacturera europea. Empresas energívoras como las químicas, siderúrgicas o de fertilizantes han cerrado o emigrado masivamente a Estados Unidos, donde la energía es significativamente más barata gracias al fracking y a que Washington nunca dejó de comprar recursos rusos (a través de terceros y a diferentes precios).
Países como Italia, Austria y Hungría han visto cómo sus sectores productivos se desintegran en medio de una redistribución brutal de dinero hacia los sectores financieros. La austeridad estructural, el dinero impreso para los bancos y el colapso de la inversión productiva han generado niveles de desigualdad que ahogan cualquier posibilidad de recuperación.
Y es que el proceso de desindustrialización forzada es un golpe del que Europa podría no recuperarse en décadas, se trata de un "escape de la tierra de la fantasía", donde los líderes europeos implementaron políticas que han derivado en una implosión autoinfligida.
La destrucción de su industria energética mediante el boicot al gas ruso ha llevado al cierre de plantas químicas, siderúrgicas y automovilísticas que eran la columna vertebral de su prosperidad. Europa ha intercambiado su independencia energética por la fantasía de las energías verdes que no existen y el gas natural licuado estadounidense que no puede comprar.
Entretanto, Alemania se apresura a conseguir la exención de las sanciones estadounidenses para las refinerías de Rosneft, dado que las industrias de la antigua República Democrática (Alemania oriental) dependen del petróleo de los Urales.
El costo final lo está pagando el ciudadano europeo mediante una inflación galopante, especialmente en alimentos y energía, que ha erosionado el poder adquisitivo. Los gobiernos, desviando cantidades astronómicas de dinero hacia el gasto militar –para cumplir con la demanda de la OTAN del 5% del PIB– y para subsidios de emergencia, se ven forzados a recortar el gasto social.
El Estado de bienestar, la joya de la corona del proyecto europeo de posguerra, está siendo sistemáticamente desmantelado. Y así lo admitió fríamente Friedrich Merz, canciller alemán: "el Estado de bienestar no es sostenible". La guerra en Ucrania y la sumisión a la OTAN han proporcionado la excusa perfecta para acelerar este desmontaje, transformando una crisis de seguridad en una crisis social que amenaza con fracturar la cohesión interna de la UE.
El mito del rearme: militarismo sin capacidad de guerra
En lo que va de 2025 son permanentes los llamados a la guerra por parte de las élites europeas. El pilar fundamental que sostiene la actual estrategia es un conjunto de mitos peligrosos sobre una confrontación directa con Rusia. La narrativa, promovida por Washington y repetida de manera acrítica por Bruselas, pinta a Rusia como un "tigre de papel", un coloso con pies de barrio cuya economía y ejército colapsarían ante la firmeza occidental. Analistas desmontan meticulosamente esta ficción:
- Mito 1: La superioridad económica/militar de la OTAN es abrumadora. La realidad es que la OTAN es una alianza profundamente desigual. Estados Unidos aporta la gran mayoría de su poderío real. Europa adolece de décadas de recortes en defensa y carece de stocks críticos de municiones, sistemas de defensa aérea integrados y una industria militar capaz de una producción masiva en tiempo útil. La llamada "remilitarización de Europa" es un mito propagandístico; fabricar un tanque lleva años, no meses. Rusia, en cambio, ha movilizado completamente su economía hacia un esfuerzo de guerra, posee una vasta reserva de material y personal, y tiene una capacidad de producción de artillería y munición que supera con creces a la de todo el bloque OTAN combinado con una inversión 15 veces menor.
- Mito 2: Las sanciones quebrarán a Rusia. Lejos de colapsar, la economía rusa se ha reconfigurado. Ha encontrado nuevos mercados (China, India, etc.), ha desarrollado sus cadenas de suministro internas y ha fortalecido su moneda. Las sanciones han funcionado como un acto de fe irracional en herramientas que han perdido su eficacia en un mundo multipolar.
- Mito 3: Ucrania puede "ganar" esta guerra. La obcecación europea en una victoria ucraniana total es quizás el mito más peligroso. Como analiza Glenn Diesen, la nueva clase política europea, alejada de la realpolitik de la Guerra Fría, se guía por una trampa retórica que rechaza cualquier negociación. La realidad sobre el terreno, sin embargo, es que Rusia controla firmemente nuevos territorios y posee una ventaja militar abrumadora. La insistencia en alargar el conflicto solo genera más ucranianos muertos, la destrucción total de ese país como estado viable y el sangrado continuo de los recursos europeos, todo para retrasar un resultado negociado que parece inevitable. Europa está luchando contra una "amenaza fantasma" de su propia creación, mientras ignora los costos reales.
- Mito 4: El gasto en armamento puede estimular la economía. El "keynesianismo militar" es un fraude porque, en tiempos de escasez de recursos, crisis energética y ecológica, la decisión de destinar miles de millones a tanques y misiles es como "amenazar a un caballo cansado con una pistola", dice Ugo Bardi. Este analista confirma lo dicho por Varoufakis: "El keynesianismo militar funciona en Estados Unidos porque Estados Unidos tiene las instituciones federales, la soberanía monetaria, el poder fiscal… Europa no tiene nada de eso”. El rearme debilitará aún más al viejo continente porque se convertirá en “la nueva austeridad para los muchos y una nueva fuente de ganancias para los pocos".
La costumbre europea de producir más historia de la que puede consumir, y las interminables disputas históricas, culturales y territoriales que generaron esta historia, no han desaparecido, sino que han sido reprimidas y ocultadas. Europa ha construido "una narrativa de demonización que no tiene contacto con la realidad geopolítica", transformando a Rusia –su vecino natural y principal proveedor de energía– en un enemigo existencial mientras avanza a una guerra sin materia, energía ni soberanía, pero con mucho relato.
Europa de rodillas ante Trump
Ningún líder ha desnudado tanto la sumisión de la burocracia política europea como Donald Trump. Su discurso crudo, su desprecio abierto por los aliados y su exigencia de pagar más por la “seguridad” que ofrece la OTAN han expuesto la verdadera naturaleza de la alianza. Su entorno no ha dudado en llamar a los europeos "parásitos" mientras el magnate exigía aumentar el gasto militar al 5% del PIB. Los líderes europeos, en lugar de responder con dignidad, se arrodillan.
El entrampamiento es perfecto. Europa ha destruido sus relaciones con Rusia para complacer a Washington, pero Trump ha boicoteado sus economías con sanciones que benefician a las empresas estadounidenses y deben comprarle gas natural licuado al triple del precio ruso. Ha convertido su política exterior en una extensión de los intereses de Washington, para el magnate "la lealtad entre aliados es imprescindible" solo cuando Europa paga.
Otro caso vitrina del declive de las élites europeas fue la renuncia del ministro de Asuntos Exteriores neerlandés, Kaspar Veldkamp (Partido Nuevo Contrato Social) el 22 de agosto pasado. El funcionario presionó reiteradamente a favor de sanciones en respuesta a la devastación en Gaza, pero se encontró con la férrea oposición de los partidos de derecha VVD y BBB, que priorizaron contratos armamentísticos e intereses comerciales.
Europa está "entre principios e intereses", pero ha perdido ambos. Los principios –la defensa del derecho internacional– permanecen enterrados mientras apoyan el genocidio en Gaza. Los intereses –el acceso a mercados y energía asequible– los sacrifican en el altar de la confrontación con Rusia.
El problema no es solo Trump, es que Europa no tiene liderazgo sino figuras como Von der Leyen, Kallas o Merz que repiten el guion de más armas, más sanciones, más sumisión. Y todo esto, mientras Trump los excluye del diálogo con Putin, amenaza con retirar el apoyo a Ucrania y exige que el continente "pague por su propia defensa" mientras les lleva a un conflicto permanente.
El resultado es una clase política atrapada porque no puede criticar a Trump por miedo a que se retire por completo, pero seguir sus directrices implica profundizar en la recesión y el descontento social. Su credibilidad está ligada a una victoria en Ucrania que es inalcanzable, y su lealtad a Washington los ha dejado sin margen de maniobra frente a un actor que no tiene el más mínimo interés en el bienestar europeo.
Por esto es que las explosiones en Hungría y Rumania no son noticia, no solo porque a la mediática global le interese que quede como una anécdota más. Por esto es que las sanciones contra Rusia son un paso adelante por parte de un continente que está frente a un abismo.