Las apreciaciones más consistentes sobre la revuelta en vigor en Estados Unidos coinciden en que el asesinato de George Floyd no es la causa de fondo. En ese país está en desarrollo una reacción de amplio espectro que se sostiene sobre las razones sociohistóricas y socioeconómicas.
Si vamos a los eventos, no hay una sola versión de ellos que logre explicarlos a plenitud. Por su cualidad multicausal y efervescencia, lo que sí podemos concluir es que representan las cuarteaduras del proyecto societario estadounidense, con sus fallas de origen expuestas y los desencadenantes que hoy hacen arder las calles.
“…una nación, bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos”
Estados Unidos es un sueño fundado sobre su Constitución, o al menos en términos formales, un proyecto social que declaró en su preámbulo “formar una Unión más perfecta”, para “establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, tender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para nuestra posterioridad”.
Su premisa elemental se resume en toda la simbología del juramento ante la bandera estadounidense, que dice:
“Juro lealtad a la bandera de los Estados Unidos de América y a la república a la que representa, una nación, bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos”.
Lo que se suponía sería la síntesis libertaria para el mundo fundada en el nuevo continente, sabemos, ha sido desde su nacimiento la construcción del más vasto imperio, el que ha emergido en tiempos modernos como paradigma de fuerza y proyecto civilizatorio a expensas de sangre y fuego.
Al planeta entero le concierne cómo la maquinaria estadounidense ha sometido naciones y cómo, mediante la guerra, la economía y la cooptación política, se han consolidado como fuerza hegemónica. Pero no solemos mirar las propias relaciones hegemónicas en ese país ni los detalles de la opresión practicada puertas adentro.
La historia de opresión en suelo estadounidense tiene muchos vértices históricos y el que hoy sobresale, el de la opresión a la negritud, ya acumula miles de episodios que dan cuenta de un ordenamiento racista y económicamente excluyente desde la raíz.
Uno de los eventos más tristemente recordados es el de la masacre de Tulsa, en 1921, en el distrito de Greenwood, Oklahoma, también conocido en inglés como “The Black Wall Street”, donde floreció la comunidad afro-americana más próspera del país en aquella época y donde miles de familias tuvieron una impetuosa actividad comercial y financiera, convirtiéndose en modelo del “sueño americano” para los sucesores de la clase esclava.
El sueño para ellos terminó en tragedia. En resumen, por un supuesto crimen cometido también supuestamente por un integrante de esa comunidad, hordas de blancos les atacaron con armas de fuego y antorchas. El saldo fatal estimado (imposible de determinar con exactitud por la parcialidad policial de la época) roza las 3 mil muertes. Se detuvieron más de 6 mil negros y otros 10 mil fueron desalojados del lugar, pues sus 35 manzanas fueron incineradas por aquel ejército de blancos supremacistas.
La masacre de Tulsa, a veces llamada eufemísticamente como los “disturbios raciales de Tulsa”, es simbólica por resumir la resignificación del proyecto social estadounidense. Se trata, en realidad, de un pacto que para los negros ha estado siempre roto.
Recientemente el sobresaliente filósofo afroestadounidense Cornel West durante una entrevista se refirió a la actual reacción popular en su país como resultado de la falla de origen del proyecto nacional. “Estados Unidos es un experimento social fallido”, dijo sin tapujos.
“Este fracaso se ha ido desplegando durante 400 años y aunque ha funcionado para algunos, cuando se trata de gente pobre y trabajadora, pero sobre todo gente pobre y trabajadora de color, es un fracaso”, refiere West.
A su parecer, el problema es de estructura. La sociedad estadounidense, que parece estar en constante cambio, es resultado de una forma articulada de poder que constantemente actúa para que nada cambie. “Es muy difícil para los estadounidenses decentes que realmente odian la supremacía blanca, que son antirracistas, lograr algún tipo de poder, tener algún tipo de organización que permita la transformación fundamental que necesita el imperio estadounidense”.
Sin embargo, las movilizaciones pacíficas y otras expresiones de furia que están estremeciendo a Estados Unidos tienen características que van más allá de otro enfado más de los afroamericanos, como los que han ocurrido desde antes del tristemente recordado asesinato de Rodney King a manos de la policía de Los Ángeles a inicios de los 90.
La ruptura del pacto social estadounidense como “amenaza” interna
Las movilizaciones en Estados Unidos tienen una alta carga de frustración social en un amplio espectro, vale decir, mucho más allá del tema del racismo policial e institucional.
Quizá el contexto actual es idóneo, desde las tensiones generadas por la pandemia del Covid-19, la economía en vía imparable al declive a causa de la pandemia y también el componente que yace en la presidencia de Donald Trump como un acelerante de contradicciones.
Si entendemos que la estructura de poder estadounidense ha acelerado su fragmentación desde el ascenso de Trump, por ser el mismo resultado de una pugna de élites y por estar en puja con el estado profundo que modula el poder político, es indispensable asumir que esa ruptura en el establishment político es resultado de un deterioro de la base social. El pacto social estadounidense está en una crisis silenciosa que es cada vez más difícil de reparar.
El propio aparato de seguridad, proyectándose a sus adentros, reconoce la existencia de nuevas tensiones generadas por el agotamiento del “sueño” y el “bienestar” sobre el cual se erige el país.
Recientemente el medio The Intercept obtuvo documentos del Pentágono, donde señalan que un conjunto de oficiales prospectos para altos mandos militares desarrollan un juego de guerra o ejercicio que refiere el escenario de una respuesta militar a una rebelión domestica protagonizada por un segmento que llaman “Generación Z”, es decir, los nacidos desde 1996.
The Intercept explica que, según el Pentágono, muchos integrantes de esta generación podrían fraguar la llamada “Zbellion”, sobre una base de descontento generado desde eventos significativos de la realidad estadounidense, como el estado policial-militar que se erigió luego del 11 de septiembre, la recesión económica en ciernes, la precarización del consumo, la inaccesibilidad a la salud y la vivienda, e incluso las altas deudas heredadas por estudios universitarios.
Básicamente el Pentágono se refiere, sin llamarlo así, al cuadro de desigualdad como signo de ruptura del “sueño americano”, que es hoy el retrato de Estados Unidos donde la clase trabajadora está siendo más relegada y precarizada, mientras las grandes riquezas siguen en aumento en pocas manos.
En este escenario, la “Zbellion” tendría la combinación de todos los elementos que hoy ya están en el tapete en suelo estadounidense: protestas con gran carga emotiva, conatos de guerra civil, violencia contra la propiedad, uso de nuevas tecnologías para cohesionar la respuesta social, ausencia de liderazgos visibles y ciberataques a gran escala. Para luego evolucionar a otras derivaciones, como el terrorismo, la fractura institucional, divergencia entre las instancias de gobierno y uso de fuerzas militares por parte del alto poder nacional. Son evidentes las coincidencias de ello con el cuadro actual.
En el ejercicio militar, el Pentágono refiere que este enfrentamiento será de amplias capas sociales multirraciales empobrecidas frente a las corporaciones, un contexto que obligará a las fuerzas militares a aplicar diferentes niveles de fuerza dentro de su país de maneras en que no se han conocido para establecer el orden y detener la trama de “caos”.
Las agendas y probabilidades
Al día de hoy son indecibles los resultados y la evolución de los eventos en Estados Unidos, pues en simultáneo a la respuesta social hay también agendas cada vez más expuestas que van a la tendencia de la fragmentación y reformulación de la estructura de poder como hoy se conoce.
Por un lado, Trump azuzando el supremacismo y enfocado en sostener su gobernanza. Por otro lado, los demócratas intentando capitalizar el descontento social en una hoja de ruta electoral para reanimar el status quo. Son también indescifrables, por ahora, las tendencias crecientes dentro de la estructura gubernamental estadounidense y otras corporativas y medios de comunicación, que guardan rasgos de intentar construir una revolución de color en suelo estadounidense cabalgando la crisis y la frustración social.
Indispensable para comprender esto último es sopesar las “desavenencias” entre Trump y el Pentágono para el uso de fuerzas militares, así como también la incorporación de la narrativa de “dictador” dirigida a Trump de manera abierta en medios como CNN.
También es indispensable considerar la posibilidad de que estén en desarrollo acciones orquestadas de “caos constructivo” dosificado, muy al estilo estadounidense pero que suelen aplicar fuera de sus fronteras, como un ingrediente adicional al legítimo estallido.
Si hay agendas ocultas, estas no tardarán tanto en exponerse. De confirmarse esto, quedaría en evidencia que la reacción social y la negritud carecen de horizonte político y que el estado de excepción americano prevé afianzarse como un mecanismo de fuerza y control ante la disolución de hecho del pacto social e institucional. No hay nada que lo reforme, ni nada que hoy luzca con posibilidades de reemplazarlo.
Lo que sí podemos dar por sentado hoy es que la estructura de hegemonía estadounidense sostenida sobre su modelo y cohesión social se está desfigurando, y el resultado podría distar mucho de lo que hemos conocido.