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Joe Biden junto al presidente colombiano Iván Duque (Foto: Presidencia de Colombia)

Colombia: entre la ansiedad de Biden y la perturbación de Uribe

El Departamento de Estado de Estados Unidos está observando con suma intranquilidad que en América Latina se han comenzado a producir movimientos que salen de su control y que podrían afectar su sistema de dominación regional.

En algunos de los principales bastiones en los que predomina la antidemocracia y el neoliberalismo, una suma de acciones motiva tal desasosiego. En Chile, la Convención Constitucional ha elegido a una mujer mapuche como su presidenta y a un abogado constitucionalista de claro talante progresista como vicepresidente, señalando con ello el curso de los posibles debates que podrían concluir en una Constitución democrática después de 48 años de dictadura y posdictadura. De la misma manera, de cara a las elecciones presidenciales de fin de año, el candidato comunista Daniel Jadue puntea todas las encuestas, enviando una clara estela de "peligro" para Washington.

En otros escenarios, la victoria electoral de Pedro Castillo en Perú, y la eventual elección de Lula en los venideros comicios del próximo año en Brasil, señalan un curso no deseado por Estados Unidos para la región, que a finales del próximo año podría tener una correlación de fuerzas totalmente distinta a la actual.

Pero donde pareciera concentrarse el nerviosismo del gobierno de Estados Unidos es en Colombia. Este país, además de las condiciones anteriormente mencionadas en cuanto a su sistema político y económico, suma el de ser el único de la región que ostenta una membrecía en la OTAN y en esa medida -al igual que Israel en Asia Occidental- juega el papel de portaaviones para la presencia y la intervención militar de Washington. Estos dos países concentran el summum del interés de la potencia del norte por el evidente lugar que Estados Unidos le ha señalado a uno y otro en el sostenimiento de su entramado estratégico global.

En este sentido, la paciencia de Estados Unidos con Colombia pareciera estar mermando y con ello ha ido creciendo su preocupación. Una serie de hechos recientemente acaecidos son expresión de ello. En mayo, solo días después de asumir como canciller, la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez se vio obligada a viajar a Washington a rendir cuentas sobre la deplorable situación de derechos humanos en el país. Tras visitar la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, ella misma dio a conocer que le había informado al secretario de Estado Antony Blinken de los resultados de la reunión. A estas alturas, ya ni siquiera se esfuerzan por ocultar su subordinación a Washington.

No es que a Estados Unidos le preocupen las múltiples matanzas ocurridas cotidianamente en Colombia ni los asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos, pero necesitan guardar las formas. Así se lo hizo saber el presidente Joe Biden en la llamada telefónica que le hiciera el pasado 28 de junio al presidente Duque. La Casa de Nariño ocultó esta parte de la conversación en el comunicado oficial en el que "informó" sobre la misma, pero no lo hizo así la Casa Blanca quien puso en evidencia a Duque -en un hecho no casual- encaminado de forma obvia a generar presión sobre Bogotá. Aunque no es de su agrado, Biden se ve obligado a actuar de esa manera, presionado por el lobby progresista del Partido Demócrata vinculado a Bernie Sanders sin el cual no podría haber obtenido la victoria electoral.

Previamente, una serie de hechos generados en Bogotá han desconcertado a Washington que no puede descifrar los designios del uribismo en el poder. El Departamento de Estado ha considerado inconcebible que Duque haya designado a Juan Carlos Pinzón Bueno como nuevo embajador de Colombia en Estados Unidos. Pinzón es sobrino de Jorge Eliécer Bueno Sierra, narcotraficante colombiano sobre el que pesa en ese país una condena de cadena perpetua por narcotráfico, confirmada en segunda y última instancia. Tal nombramiento ha dejado "contra la pared" a la oficina de Blinken, que se ha visto en la disyuntiva de hacerse de la "vista gorda" ante el desatino de su aliado, o rechazar el nombramiento, evidenciando la torpeza de Duque.

Washington también ha tomado nota de que el gobierno de Duque es rechazado por casi el 80% de los colombianos, al mismo tiempo que alrededor del 75% de los ciudadanos apoyan el paro nacional que ya alcanza más de dos meses de duración.

En este contexto, y aunque la principal preocupación de la administración Biden respecto de América Latina es frenar la imparable migración indocumentada hacia su territorio, la situación en Colombia pareciera quitarle el sueño al gobierno.

Un inusitado "puente aéreo" entre Washington y Bogotá inaugurado el 22 de junio por el almirante Craig Faller, jefe del Comando Sur y continuado por el director de la CIA el 30 de junio, da cuenta de la turbación imperial por la situación de su aliado, pero han entendido con brillantez maligna que tales acciones podrían ser usadas para su agresión permanente contra Venezuela.

Dos hechos de dudosa autoría que no han sido esclarecidos, que han motivado también inexactas explicaciones y que casualmente fueron realizados en la cercanía de la frontera con Venezuela, parecieran señalar el uso que Estados Unidos quiere darle a la inestabilidad en Colombia y la incapacidad de su gobierno, a fin de generar condiciones para eventuales operaciones armadas de cualquier tipo contra Venezuela. Tanto la explosión de un carro bomba dentro de una base militar ubicada en Cúcuta que dejó 36 heridos el 15 de junio como el atentado contra el helicóptero en el que viajaba el primer mandatario junto a dos de sus ministros el 26 de junio en la misma ciudad, están rodeados del más absoluto misterio, aumentando las dudas sobre los autores y las intenciones que pudieran perseguirse con tales hechos.

Estados Unidos avala la desesperación terrorista del uribismo, pero cree que le debe poner algunos límites para evitar que las cosas se salgan de control. En su mira, están las elecciones presidenciales del próximo año. De inmediato, tras el primer atentado, decidió tomar cartas en el asunto, el viaje de Faller estuvo orientado a conocer en el terreno el alcance que pudiera tener la incapacidad del gobierno para controlar la situación y los riesgos que ello entraña. Como si las autoridades colombianas no pudieran resolver el asunto, Faller informó que sería el FBI la institución que investigaría el atentado a fin de "esclarecer los hechos y hallar los responsables y así garantizar que estos sean llevados ante la justicia…". Tal decisión se sustentaría en el hecho de que en el cuartel atacado había soldados estadounidenses que forman parte de la fuerza de ocupación que opera en ese país.

Tan solo unos días después, el 30 de junio, el embajador colombiano en Washington, Francisco Santos, con su habitual falta de tino y en un afán protagónico que busca desesperadamente su salvación política tras su próxima salida del cargo, anunció que el director de la CIA William Burns viajaría a su país en una misión "delicada" y evidentemente secreta. Para nadie puede pasar desapercibido que en un poco más de una semana, el principal jefe militar estadounidense en el hemisferio, el director de la más importante agencia de inteligencia exterior y el propio presidente Biden con su llamada telefónica a Duque se hayan interesado en Colombia. Esto encadena una situación insólita para cualquier país del mundo, salvo que en él estén ocurriendo hechos de impredecibles consecuencias.

Al día siguiente de la visita de Burns, el panorama se siguió oscureciendo con la llegada el 1° de julio a Colombia, específicamente al Comando Aéreo de Combate No. 5, ubicado en Rionegro, Antioquia, de seis aviones F-16 de la Fuerza Aérea de Estados Unidos.

Sin embargo, lo que ambos gobiernos están ocultando es que la preocupación de Estados Unidos en realidad viene dada por el incremento en la producción y exportación de cocaína de Colombia. En marzo, la Casa Blanca certificó a Colombia por sus resultados en la lucha contra las drogas en 2020. En el documento, Estados Unidos recuerda que el gobierno de Iván Duque se comprometió a reducir los cultivos en un 50% antes de finales del 2023. Es decir, lograr que las hectáreas sembradas no pasaran de 100 mil y que la producción de cocaína esté por debajo de las 450 toneladas métricas.

No obstante, y de forma paradójica solo tres meses más tarde, el 25 de junio, tres días después de la visita de Faller y cinco antes de la de Burns, la Oficina de Política Nacional de Control de Drogas de la Casa Blanca (ONDCP) emitió su informe anual sobre el cultivo de coca y la producción potencial de cocaína en la región andina. El reporte determinó un aumento histórico en Colombia cercano al 15% en el último año. En este sentido se destaca que Colombia batió récords en cultivos ilícitos y producción potencial para cocaína, llegando a los niveles más altos de la última década. Tuvieron un aumento cercano al 15% en 2020, con relación al año anterior.

El informe señala que durante el último año, el país alcanzó una cifra máxima de 245 mil hectáreas de plantación de hoja de coca, después de haber registrado 212 mil hectáreas en 2019. Asimismo, pasó de 936 a 1 mil 10 toneladas de producción potencial de cocaína, muy lejos de las cifras a las que se había comprometido Duque.

En este marco, la "delicada" misión de Burns estuvo encaminada a discutir este asunto con el gobierno colombiano y muy probablemente entregar listas con nombre y apellido de generales, parlamentarios, ministros y magistrados involucrados en el negocio del narcotráfico, lo cual ha desbordado la gobernabilidad del país, poniendo en jaque su sistema político, ante la evidente perturbación de Washington.

Tanto Colombia como Estados Unidos necesitan sostener el tráfico de drogas. A Colombia le significa empleo para cientos de miles de campesinos, que en caso contrario irían a engrosar las amplias cifras de marginación y pobreza del país, aumentando su situación de inestabilidad y crisis. Así, le sirve para inyectar recursos a su economía por vía lícita (Plan Colombia) e ilícita por vía del comercio paralelo que genera este negocio.

En el caso de Estados Unidos, la DEA actúa como el ente regulador que controla la cantidad de droga que puede circular en el mercado. Si esa cuantía se reduce, aumenta la violencia interna por los desajustes que produce la disminución de la oferta, los precios se elevan generando gran malestar, ansiedad y violencia entre los millones de consumidores del país del norte. Por el contrario, si la oferta aumenta, se inunda el mercado, aumentando la cantidad de consumidores y con ello el delito y los gastos en salud para la atribulada economía de Estados Unidos.

En 1979, la DEA desarrolló la Operación Greenback con el objetivo de investigar y controlar las vías por las que fluyen las grandes cantidades de dinero que produce este ilegal negocio, sin embargo, tal operación fue suspendida y olvidada sin explicaciones cuando se comenzaron a auditar las cuentas de las más importantes instituciones financieras y bursátiles estadounidenses. Vale decir que esta operación fue dirigida por el entonces vicepresidente y zar antidrogas George Bush, que después llegaría a ser presidente. Desde entonces y hasta ahora se carece de información fidedigna acerca de los miles de millones de dólares que circulan por el sistema financiero de Estados Unidos y que "ayudan" a soportar el american way of life sin que los sucesivos gobiernos hayan hecho nada por evitarlo, sencillamente porque el país entraría en caos.

Así, Estados Unidos actúa por necesidad de sostener la estabilidad interna por una parte y sus intereses hegemónicos en la región por otra, y usa al gobierno colombiano, aprovechando el expediente criminal que conserva de algunos de sus presidentes más recientes. He ahí la verdadera inquietud de Estados Unidos. Para evitar contratiempos hará cualquier cosa desde preparar un recambio favorable que recupere la gobernabilidad del país en las elecciones del próximo año, hacerse de la "vista gorda" ante la violación de los derechos humanos, los asesinatos continuos y las matanzas cotidianas en el país, hasta utilizar el territorio colombiano para acciones armadas, intentos de asesinato y operaciones encubiertas contra Venezuela.

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