Este martes 6 de diciembre, la vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, fue condenada a seis años de prisión y a la inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos luego de un juicio que no estuvo exento de escándalos por parcialidad política. 

De acuerdo al Tribunal Oral Federal número 2, Fernández fue encontrada culpable por el delito de "administración fraudulenta en perjuicio de la administración pública", mientras que fue absuelta por el delito de asociación ilícita que le habían imputado los fiscales de la causa.

Este juicio es inédito porque es la primera vez que se aplica a un funcionario activo de tal envergadura. Pero además resulta trascendente porque Fernández de Kirchner es la figura política más influyente de la última década en Argentina, cuyo liderazgo ya la proyectaba como próxima candidata presidencial del peronismo.

Si bien fue sentenciada, no hay ninguna posibilidad de que Fernández de Kirchner vaya presa, pues tiene inmunidad y antes debería enfrentar un juicio político para ser destituida del cargo por el que fue elegida y cuyo mandato vence el 10 de diciembre de 2023. Además, está próxima a cumplir 70 años y la ley le otorga beneficios.

Pero finalmente el objetivo parece haberse cumplido: sacarla del juego político.

Que se haya demostrado que hubo manipulación de evidencias y los jueces estén vinculados al macrismo y otros poderosos grupos económicos, ya pone en cuestionamiento el juicio.

No es la primera vez que aplican los mecanismos del lawfare (judicialización de líderes políticos) en la región contra personas importantes de la política. Más allá de la supuesta independencia de poderes, los sistemas de justicia de algunos países fungen como partidos políticos con sus propios intereses, generalmente asociados a poderes transnacionales. El caso Emtrasur, en Argentina, es un ejemplo de ello.