Dom. 24 Noviembre 2024 Actualizado Viernes, 22. Noviembre 2024 - 18:34

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Urge una renovación generacional opositora que ha apostado por una guerra civil de baja intensidad para tomar el poder (Foto: Reuters)
Crónica de una destrucción planificada

Los partidos y la política

Venezuela entra definitivamente en una nueva carrera electoral con el anuncio del recién constituido Consejo Nacional Electoral (CNE), que ha pautado para este 21 de noviembre de 2021 la realización de los comicios regionales y municipales estipulados por la Constitución.

El anuncio, como tantas otras veces, impuso a la corriente opositora dominada por Juan Guaidó el ya conocido dilema entre participar o abstenerse, aunque en esta oportunidad debe anotarse el matiz de que la administración Biden, en un cambio de lectura del frente venezolano, parece inclinada a empujar la participación de un sector que convirtió la abstención en su principal capital político.

El movimiento en esta dirección también se vio alimentado por la posición de la Unión Europea (UE), que calificó la elección del nuevo CNE de "primer paso" hacia la normalización política del país, puesto que 2 de los 5 rectores principales de la institución forman parte del campo opositor.

Más allá del "Acuerdo de Salvación Nacional" lanzado por Guaidó, quizás la última bala que le queda en el revolver para sacar ventajas políticas utilizando las "sanciones" estadounidenses como herramienta de extorsión, las elecciones regionales se llevarán a cabo y muy probablemente agudizarán las paradojas acumuladas por el ciclo fallido de cambio de régimen en el frente externo.

Las elecciones en Venezuela, condicionadas por presiones externas y estrategias de desestabilización, tienen la particularidad de enmascarar en los ritos de la democracia representativa lo que en realidad son luchas de poder que desbordan nuestras propias fronteras e involucran tensiones geopolíticas de alto voltaje, trayendo como consecuencia práctica que la gestión rutinaria de un alcalde o un gobernador, sea deficiente o aceptable, tenga la capacidad de incidir en un resultado general del que depende no solo el equilibrio de poder interno, sino la posición de fuerza de la República frente a las potencias agresoras.

El metabolismo del capitalismo global que suprime soberanías y desnacionaliza a las sociedades a una velocidad arrolladora tuvo su propia expresión en la coyuntura política venezolana, y no son pocos los costos materiales y emocionales que ha tenido que asumir el país a raíz de eso. Bajo este influjo la capa dirigente del antichavismo creyó que, estableciendo una relación de vasallaje con los Estados Unidos y Europa, el desmantelamiento del chavismo sería cuestión de tiempo. En poco tiempo el eje territorial donde se definían las estrategias se desplazó de Caracas a Washington, provocando el efecto lógico de una pérdida en la capacidad de mando por razón de distancia territorial.

El poderoso impacto de las consecuencias de esta decisión no se hizo palpable hasta que, en el año 2020, el "proyecto Guaidó" comenzó a dar señales nítidas de agotamiento.

Pero en el tiempo transcurrido entre las expectativas iniciales y el choque definitivo con la realidad, una metamorfosis había tenido lugar: los partidos opositores, con sus células municipales, sectoriales y estadales, incluyendo la red de agitadores forjada en las revoluciones de color de 2014 y 2017, fue desmantelada. Como empresa dedicada a la política, y tras ser comprada por una transnacional estadounidense por debajo de su valor de mercado, el antichavismo organizado en partidos sufrió la severidad de la misma política de privatizaciones que propugna como el modelo más coherente para el país.

El desmantelamiento tuvo también una extensión ideológica que caminó junto al desarme material de las organizaciones políticas del G4 que avanzó desde el año 2015, año en que la coalición de partidos opositores conquistó la Asamblea Nacional (AN), rozando la mayoría suficiente para reformatear el universo de poderes públicos y el orden legal de la República.

La reversión estratégica del programa fue la fuente de todos los problemas siguientes, ya que una estrategia definida por la movilización permanente en apoyo a Guaidó y enfocada en esperar un quiebre de la FANB o una intervención extranjera, lógicamente iría acumulando un caldo de desmovilización, frustración y el continuo debilitamiento de la estructura de sus organizaciones.

Visto en retrospectiva, estas premisas partían de una visión coherente: la apuesta por un cambio de régimen apoyado por las principales potencias nucleares del mundo occidental entraba en contradicción con aceitar la maquinaria de los partidos para futuros eventos electorales, cuya fase preparatoria requiere de un intenso despliegue por territorios, promoción de candidatos y, sobre todo, el diseño de un programa. De esta manera, no solo se creó una línea divisoria entre los partidos opositores y sus bases, sino que, mucho más grave, se fomentó su exclusión de la política en sentido práctico.

En consecuencia, las elecciones regionales convocadas para este 21 de noviembre han dejado a la fracción del antichavismo radical frente a una encrucijada cuya bifurcación encuentra la frustración acumulada de su propio público, por un lado, y el debilitamiento de las estructuras partidistas del denominado G4, por otro.

En el recodo de este panorama, la oposición moderada que dio un paso para superar el estancamiento al participar en las elecciones parlamentarias del pasado 6 de diciembre, continúa intentando ocupar el espacio vacío, pero todavía carga con el estigma inicial de la guerra informativa desplegada por sus adversarios en la acera de Guaidó.

Pero la absorción político-empresarial emprendida por Washington, la cual ha seguido el método Wallmart de quiebra y adquisición de negocios más pequeños, también implicó la supresión de valores y costumbres profundamente arraigadas en nuestra cultura política. Una de ellas era la vigencia relativa, pero vigencia al fin, de los denominados partidos de Estado, en sus variantes socialdemócrata y democristiana, herederos del bipartidismo, que más allá de su desplome entre casos de corrupción crecientes y quiebras bancarias inducidas entre los 80 y 90, aún conservaban la memoria del pacto y la convivencia en función de un consenso básico de respeto al adversario y de una mínima noción de autoestima nacional.

No se trata de tener nostalgia por un pasado dominado por un mal menor frente a la coyuntura actual. Tampoco se pone en duda cuando el bipartidismo renunció a su programa de desarrollo nacional e igualdad social, que sí lo tenía, cada vez que las presiones del capital local y extranjero determinaban un rumbo contrario. Se trata, más bien, de traer al presente aquellas características de nuestra cultura política que pudieran habernos salvado del precipicio, aun con sus fallos de fábrica. Porque nosotros tenemos incorporado todo aquello que detestamos de nuestro propio pasado.

En definitiva, la destrucción de los partidos se ha traducido en el aislamiento de un importante sector del país. Washington apuesta a prolongar esta fractura con la esperanza de que, desde ese espacio vacío, surja el cisne negro que les permita reactualizar la estrategia de cambio de régimen.

Henry Ramos Allup y otros sobrevivientes de la era bipartidista tuvieron la oportunidad, en 2017, de encauzar el rumbo y catalizar la disputa política por la vía electoral. Aunque su partido Acción Democrática no era la fuerza mayoritaria en la Asamblea Nacional, tenía el know how negociador necesario, desarrollado durante décadas de negociaciones y transas de todo tipo, para descarrilar el proyecto de Voluntad Popular que, meses después, concluiría en el ciclo de cambio de régimen, "sanciones" punitivas y maniobras de intervención militar que persisten hasta hoy.

Pero Henry Ramos Allup tomó el rumbo contrario y vendió al mejor precio que pudo el legado de la socialdemocracia venezolana a cambio de unos minutos adicionales de fama.

Quizás si el último adeco hubiese peleado por el lugar que le heredó un Rómulo Betancourt o un Raúl Leoni, nos habríamos ahorrado una economía bloqueada, las elecciones probablemente se desarrollarían con normalidad y hubiésemos logrado extender, tal vez por unas décadas más, el modelo de distribuir socialmente la renta petrolera como un mecanismo para mitigar nuestros problemas más apremiantes.

Aunque las coordenadas geopolíticas de las elecciones regionales ejercen un peso decisivo, su proyección en la capa basal de la nación venezolana pasa por fortalecer las bases de una regularización política, donde se puedan entretejer los hilos rotos de nuestra convivencia política a manos de un proyecto fallido de renovación generacional opositora que ha apostado por una guerra civil de baja intensidad para tomar el poder.

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