Desde hace muchos años, quizás desde la adolescencia, pensaba en un libro que pudiera llevar por título «Lo afirmativo venezolano»; y en 1940, en un pequeño ensayo sobre «Los sembradores de cenizas», indicaba por qué era necesario aquel libro, como antítesis a los que se empeñan en regar esterilidad sobre el suelo de la patria.
Los sembradores de cenizas son, en la vida privada, esos padres que maltratan de palabra a sus hijos con juicios despreciativos sobre su carácter: «este chico es muy voluntarioso», «este chico es cobarde»; o bien: «es malvado», «es torpe», «es incorregible». A veces eso se hace simplemente por impaciencia y necedad, a menudo por mal entendido cariño y creyendo corregir a los niños; a veces con verdadera sevicia y por deseo de ostentar superioridad y dominio. Se nos encoge el corazón al presenciar que al niño se le señala así una falsa y humillante personalidad, y que se le condena a luchar contra ese fantasma durante toda la vida. Aquellas afirmaciones irreflexivas son como un espejo deformante que el chico encuentra ante sí en todo momento, durante el período más delicado de su integración psicológica, y esa imagen obsesionante de sí mismo tiene que producirle —hasta que se liberte de ella, si es que algún día lo logra— innumerables conflictos de rencor, vergüenza, frustración, timidez y desesperación.
Quizá una lucha que durará toda su vida no llegue a separarlo de esa falsa personalidad. Y así como bajo la luz cenital del mediodía nuestra sombra se incorpora a nosotros mismos, quizás para ese niño su madurez de hombre no será la madurez de sí mismo, sino la de esa mala sombra, que le amarraron a los pies desde sus primeros pasos por la vida1.
Pero los sembradores de cenizas también existen para alardear ante su propio país, como los padres ante los niños, y sentirse superiores y dominantes con el fácil recurso de deprimir a los otros. En el caso concreto que quiero señalar: a Venezuela, al pueblo venezolano.
No es difícil observar que cuando uno de estos Narcisos —Narcisos por la autocomplicación egoísta— aparenta lamentar que Venezuela hizo tal o cual cosa contra Bolívar, Miranda o Bello, es porque él mismo quiere señalarse como un Bolívar, un Miranda o un Bello, incomprendido. Y cuando habla de que todos los venezolanos somos ingratos o corrompidos o frívolos, sólo le interesa ponerse a sí mismo como paradigma de las virtudes opuestas.
Otras causas han concurrido también, desde luego, a crear ese funesto hábito de blasfemar contra la patria o cubrirnos de cenizas y de lamentaciones. La más evidente de esas causas es el contraste que debió afrontar la conciencia nacional cuando nuestros infortunios políticos —guerras, desorientación, personalismo— y la miseria del país produjeron a mediados del siglo pasado la caída vertiginosa de la República en relación con las aspiraciones colectivas de regularidad legal, probidad administrativa, libertad y cultura, que hasta entonces se habían mantenido intactas. Desde el propio siglo XVIII venían aquellos ideales, y el deseo de realizarlos fue el núcleo espiritual que dio nacimiento a la patria; durante la guerra emancipadora se afirmaron como justificación moral de la Revolución y de los sacrificios que esta imponía; en los primeros años de la República de 1830 presidieron la reconstrucción moral y política que Venezuela logró. Y de pronto, todo comenzó a derrumbarse: la anarquía y el despotismo, crueldades, mentiras y prevaricaciones ocuparon el primer plano de nuestra vida pública. Aquel contraste y esta realidad alucinante fueron para nuestros padres sufrimiento de todos los días; no es extraño, pues, que se los tomara como la realidad única y fundamental de la patria.
Pero la verdad es que, aun en los peores momentos de nuestras crisis políticas, no se perdieron totalmente aquellos propósitos de honradez, abnegación, decoro ciudadano y sincero anhelo de trabajar para la patria. Aun en las épocas más funestas puede observarse cómo en el fondo del negro cuadro aparecen, bien en forma de rebeldía, bien convertidas en silencioso y empecinado trabajo, aquellas virtudes. Figuras siniestras o grotescas se agitan ante las candilejas y acaparan la atención pública; pero siempre un mártir, un héroe o un pensador iluminan el fondo y dejan para la posteridad su testimonio de bondad, de desinterés y de justicia.
Este libro que hoy presento intenta recoger esta presencia, esta tradición, que es la otra realidad de la patria. Desde luego, apenas es un anticipo de lo que podría ser la verdadera obra sobre lo afirmativo venezolano. Pero aun así —apenas como esbozo y guía— puede iniciar una revisión histórica fecunda. Mucho se ha insistido en sistematizar lo que de ingrato y deprimente tienen nuestros anales; me he propuesto luchar con igual insistencia contra la imagen caricaturesca que así se ha hecho del carácter nacional. El empeño de humillarnos y ofendernos —decía en mi ensayo ya citado— se ha convertido en un alarde de buen tono; es un signo de distinción y permite levantar cátedra magistral; aceptamos ingenuamente que el venezolano que reniega de los venezolanos está por encima de todos, como un paradigma de capacidad y honradez. Más grave aún: compatriotas sinceros, capaces e indudablemente bien intencionados, se han dejado contagiar por el hábito funesto. Y no admiten siquiera que, así como ellos mismos son un mentís a esa concepción pesimista del carácter nacional, falta quizás por descubrir centenares y millares de iguales venezolanos que —aun cuando desconfiásemos de todos los otros— podrían servir como un núcleo renovador de influencia incalculable.
Si, por su propósito de reanimar la moral colectiva, este libro provocara sonrisas escépticas o desdeñosas, eso no sería sino una prueba más de cuán necesario es, para salvar a los venezolanos que aún conservan alguna tonicidad espiritual de ese entreguismo que los otros consideran tan cómodo. Sólo los pedantes y los que ya no esperan remedio para su esterilidad íntima confunden la moral con la gazmoñería y el sentimentalismo. Todo problema humano es en el fondo un problema de conducta; por consiguiente, un problema moral. Moral individual o moral colectiva. Cómo deseamos vivir, cuál es la forma de vida que consideramos superior, cómo nos proponemos vivir, son las interrogantes que mantienen en actividad el forcejeo recóndito que es lo mejor del ser humano. Por eso los conflictos morales forman el núcleo de las más apasionantes tragedias, reales o ficticias, que conmueven al hombre; los héroes y los mártires, los santos y los libertadores, por una parte, y del otro lado los pícaros y los tontos, los cobardes y los embusteros —todo lo que es elevado y admirable y lo que es despreciable u odioso—, adquieren fisonomía a la luz de un juicio moral.
La humanidad ha dado siempre el título de heroísmo no al combatir vulgar, sino a una íntima condición ética, que es lo que pone al hombre por encima de sus semejantes: héroe es el que resiste cuando los otros ceden; el que cree cuando los otros dudan; el que se rebela contra la rutina y el conformismo; el que se conserva puro cuando los otros se prostituyen. Un libro de moral cívica puede ser también una epopeya.
Y ese aspecto de la patria, que deseo se ilumine, puede darnos también bellezas insospechadas: hombres que quisieron ser simplemente honestos fueron por eso mismo grandes y valerosos; a veces el que sólo pensó en defender su decoro adquiere por su sacrificio señorío de héroe; un trabajador intelectual, que aisladamente parece una desdibujada figura, tiene sin embargo, dentro de aquella valorización moral, la categoría de un paladín; el anciano que, después de haber sido zarandeado por desengaños y perfidias, se aferra a sus convicciones es un Áyax desafiante sobre el peñasco marino que siente abrirse bajo sus pies. La bondad también puede usar penacho y la honradez es muy a menudo un reto contra la mediocridad.
En Venezuela los aprovechadores suelen llamar «líricos», por escarnio, a los hombres sinceros, entusiastas y desinteresados. Contestamos: es verdad, son líricos y grandes; si ponemos sus vidas en un libro, por una parte será una obra de moral, en otro aspecto será un canto a la grandeza y a la poesía de ese vivir.
En ese sentido Lo afirmativo venezolano podría ser otro canto al heroísmo venezolano. Si todavía los subtítulos estuvieran de moda, le correspondería llevar este: «Del heroísmo que no figura en Venezuela Heroica».
Y puede ser también un ideario venezolano. Porque otro aspecto de nuestra tradición pesimista es afirmar que siempre hemos ido a la deriva, sin propósitos fijos, a merced del capricho de los poderosos y de la improvisación de sus favoritos. En parte es verdad, pero no es toda la verdad de nuestra historia. Como fruto del patriotismo, de la perseverancia y del desinterés de muchos trabajadores, a veces anónimos, podemos reconstruir una tradición intelectual que debe adquirir para la juventud tanta realidad como la que nos hemos empeñado en darles a las vergüenzas, latrocinios y perjurios de nuestra vida política. Desdeñados, perseguidos o escarnecidos, siempre han existido esos venezolanos que de generación en generación, a través de la muerte, se han pasado la señal de lo que estaba por hacerse y han mantenido la continuidad de la conciencia nacional.
Se atribuye a Guzmán Blanco haberse valido con jactancia de lo que él llamaba «el cementerio de los vivos», o sea, la reclusión en el silencio y en la inactividad de todos los que no aceptaron el unipersonalismo del caudillo. Ese cementerio cubre toda la historia de Venezuela, pero de él podemos rescatar, todavía viviente, lo mejor de nuestra realidad moral. Y explorar, valorizar y defender esa dimensión espiritual de Venezuela es tan importante como cuidar de su integridad material. O más.
1 Augusto Mijares, «Los sembradores de cenizas», en el volumen Hombres e Ideas en América, Caracas, 1940.